Centenario del fin de la Gran Guerra /1919-2019/

Centenario del fin de la Gran Guerra /1919-2019/ (I)

por Antonio Medrano

01.- En 2018 se ha conmemorado el centenario del fin de la Primera Guerra Mundial, la llamada Gran Guerra, y en este 2019 conmemoramos la firma del Tratado de Versalles que puso fin a la contienda, imponiendo a las potencias vencidas unas condiciones tan abusivas, abyectas, opresivas y vejatorias que sembrarían el germen de la Segunda Guerra Mundial.

02.-Es ésta una conmemoración importante, que invita a muy serias reflexiones, no sólo por la gran significación de los hechos que conmemoramos, sino también por la forma en que se conmemoran, por el modo en que se habla de ellos y la forma sesgada, tendenciosa y torticera en que se los interpreta. De nuevo nos vemos sometidos al bombardeo propagandístico. Aunque, bien es verdad, que esta vez dicho cañoneo no ha sido tan intenso como en 2014, en la conmemoración del inicio de la Guerra del 14, ni se han lanzado frases y lemas tan rimbombantes como entonces. Y ello, por razones obvias, dada la forma vergonzosa y canallesca en que las potencias vencedoras pusieron fin a la guerra, con unas actitudes, unas decisiones, unas imposiciones y unas vejaciones que sembrarían el germen del próximo conflicto bélico, hecatombe mucho mayor aún.

1.- La Guerra del 14 y la victoria de la libertad.

03.-Es importante reflexionar a fondo y con el máximo rigor intelectual sobre un capítulo tan importante en la Historia de la Humanidad. Hay que situarse con lucidez y altura de miras ante estos hechos realmente decisivos para Europa, Occidente y el Mundo, tratar de comprender lo que significan desde una alta perspectiva y con una visión objetiva. Pero, desgraciadamente, las reflexiones que se nos ofrecen poco pueden aportar para esta visión objetiva, honda y rigurosa, completa, bien aquilatada, serena y ecuánime, y por lo tanto difícilmente van a ayudarnos a conseguir una recta comprensión de tales acontecimientos. Más bien ocurre todo lo contrario, inducen a error, nublan la visión, nos mienten y engañan de la forma más grosera, lo confunden y entenebrecen todo.

04.-Hay que reconocer, no obstante, que en esta ocasión ha habido numerosos autores y han abundado los artículos y los trabajos que han llamado la atención sobre lo injusto y nefasto que fue el Tratado de Versalles, al igual que el resto de los tratados suscritos con el resto de las naciones vencidas. Pero los comentarios que seguimos oyendo y leyendo a todas horas sobre el significado histórico de la Primera Guerra Mundial son simples lugares comunes, vulgaridades, manidas frases hechas (vacías e inanes, carentes del menor rigor intelectual, alimentadas por la ignorancia), burdas simplificaciones, lemas insustanciales archirrepetidos, vacuidades y simplezas triviales, cuando no necedades o sandeces, falsedades manifiestas, afirmaciones demagógicas, elucubraciones que suponen una manipulación, deformación y tergiversación inaceptables de la realidad.

05.-Tan importante conmemoración, ésta del final de la Gran Guerra y la falsa paz que le siguió, en la que se unen las dos fechas de 1918 y 1919, debiera propiciar una mirada imparcial, sosegada, ponderada y profunda de la realidad que se manifiesta o se oculta –pues ambas cosas se dan al mismo tiempo como algo propio de los fenómenos humanos– en esos momentos tan trascendentales, tan sangrientos y destructivos, que han marcado el destino de Europa y de Occidente en los últimos tiempos. En vez de dar a lugar a panegíricos triunfalistas y mendaces proclamas propagandísticas sobre los grandes avances que trajo para la Humanidad el final de la Guerra del 14, celebrando cómo la guerra supuso el triunfo de la libertad y festejando la supuesta reconciliación (hoy día felizmente lograda) de las naciones que otrora lucharon entre sí, ufanándose y haciendo ostentación de ella –una reconciliación tan false e hipócrita como es falso e hipócrita el mundo o inmundo que la pregona a los cuatro vientos–, este primer centenario del fin de la Gran Guerra debiera servir para reflexionar y meditar en profundidad sobre lo que significó realmente tan lúgubre, sombrío y cruel acontecimiento en la Historia de la Humanidad, así como para tratar de vislumbrar sin prejuicios y con ánimo de verdad cuáles fueron sus causas, los factores que provocaron o hicieron estallar esa explosión de odio y destrucción, así como examinar sus funestas consecuencias, consecuencias que todavía seguimos sufriendo en la actualidad.

06.-De acuerdo a la interpretación impuesta por la propaganda, el fin de la Guerra del 14, que terminó con la victoria de las potencias aliadas contra los Imperios centroeuropeos (las llamadas “potencias centrales”, die Mittelmächte) constituyó un significativo y glorioso avance del progreso, pues supuso el triunfo de la libertad y la democracia. Esa terrible contienda, que significó el suicidio de Europa y marcó el inicio del fin de su protagonismo histórico en el mundo, es presentada de forma insistente y casi unánime, con muy contadas y honrosas excepciones, y con arreglo a un esquema extremadamente simplista que todo el mundo repite con inconsciente euforia, como el enfrentamiento inevitable entre los estados y pueblos belicistas, inclinados a la guerra, hostiles frente a las demás naciones, despóticos y enemigos de la civilización, por un lado, y las naciones amantes de la paz, regidas por gobiernos responsables y conscientes de su deber, defensoras de la civilización y de los más sagrados derechos, por el otro.

07.-Este es, pues, de acuerdo al burdo y pueril enfoque pergeñado por los vencedores, el hondo y alto significado de la Primera Guerra Mundial: la lucha que ensangrentó los campos de Europa es, pura y simplemente, la lucha entre la libertad y la tiranía, entre la democracia y el despotismo, entre la civilización y la barbarie, entre la razón y la sinrazón, entre la virtud y la corrupción (o el vicio congénito), entre el bien y el mal, entre la humanidad y la violencia inhumana, entre el oscurantismo retrógrado y opresor y la ilustración progresista y liberadora.

08.-Según la interpretación hoy día dominante, la cual constituye un dogma que nadie se atreve a discutir, las dos guerras mundiales representan un paso de gigante en la marcha ascendente de la Humanidad. Ambas guerras de ámbito mundial han constituido un hito decisivo en la dolorosa pero finalmente exitosa gestación y configuración de un mundo mejor, más libre, pacifico, seguro y feliz. Gracias a ellas, no sólo Europa, sino todo Occidente y la Humanidad en general se han liberado tanto de rémoras que obstaculizaban su progreso como de tendencias políticas inadmisibles, errores perniciosos que había que corregir de raíz y males gravísimos que se venían arrastrando desde tiempo inmemorial y ponían en peligro la misma existencia de la civilización occidental.

09.-Todo este conglomerado de ideas quedaba claramente plasmado en el discurso pronunciado por el Presidente Woodrow Wilson ante el Congreso de los Estados Unidos el 2 de Abril de 1917 al declarar la guerra a Alemania y sus aliados. En dicho discurso Wilson, que decidió finalmente la entrada de su país en la guerra tras una más que dudosa neutralidad, proclamó que el objetivo fundamental de la guerra no era otro que salvar la democracia. “Hay que hacer que el mundo quede a salvo y seguro para la democracia”, fueron sus palabras, que se han hecho célebres (the world must be made safe for democracy). “Es algo terrible conducir a este gran y pacífico pueblo a la guerra”, confesaba el Presidente americano, pero no queda otro remedio, añadía, que descender al campo de batalla, pues “el derecho es más precioso que la paz” (right is more precious than peace). Lo que está en juego, advertía Wilson, es nada menos que la civilización misma, junto con los valores y principios en que ésta se asienta.

10.-Las dos grandes monarquías de Centroeuropa, con raíces centenarias ambas y con una larga tradición política, eran contempladas con desprecio y odio visceral, siendo consideradas enemigas del orden internacional y viendo en ellas dos potencias que ponían en peligro la paz de Europa y del Mundo. A los ojos de los políticos ingleses, franceses y norteamericanos, se trataba, tanto en el caso del Reich alemán como en el del Reich austro-húngaro, de anacrónicos y peligrosos residuos del pasado, engendros sumamente problemáticos que, por su autoritarismo, su articulación jerárquica, sus ínfulas imperiales, su militarismo, su larga herencia de despotismo y su incorregible inclinación a la violencia, había que barrer y borrar del mapa.

11.-Reflejando muy bien esta mentalidad, el historiador inglés Hugh Thomas sostiene que el fin de la Gran Guerra significó “el colapso del despotismo monárquico” (the collapse of monarchical despotism), principal responsable de la guerra. Aunque fueron muchas y muy diversas las causas que están el origen de la guerra, afirma Thomas, la causa directa de la misma fue, sin lugar a dudas (undoubtedly), “el resultado de un error de cálculo” (the result of miscalculation). “Este error de cálculo se dio ante todo o principalmente (primarily) entre los déspotas monárquicos que por aquel entonces dirigían los asuntos de los países más poderosos”. Entre tales “déspotas monárquicos” descuella y figura en primer lugar, por supuesto, el Káiser alemán con sus “sueños de poder mundial” (dreams of world power), dictamina el citado autor. Evidentemente, la Corona británica no figuraba entre esas “monarquías despóticas”.

12.-Ya en la actualidad, y dirigiendo ahora nuestra mirada a los solemnes actos conmemorativos de la efeméride, no pueden ser más significativas las palabras pronunciadas por Obama, el entonces Presidente de los Estados Unidos durante su visita a Europa, y más concretamente durante su paso por Bélgica, el 26 de Abril de 2014, con motivo de la conmemoración del inicio de la Gran Guerra. Refiriéndose a fecha tan señalada, en el homenaje a los caídos del bando aliado, el Presidente Obama insistió en la necesidad de rendir homenaje y mantener siempre vivos en la memoria a “quienes dieron su vida por la libertad”.

13,-La misma idea era repetida por el Presidente Trump, años más tarde, en el homenaje tributado en 2018 a los combatientes americanos, ingleses y franceses que murieron heroicamente en la lucha contra los Imperios centrales, al afirmar que todos esos caídos del bando vencedor se inmolaron “defendiendo la civilización”. Por lo visto, la civilización se hallaba amenazada por la pérfida, cruel, bárbara y temible Alemania, junto a su aliada la maligna, mezquina y retrógrada Austria-Hungría, cuya historia y compleja realidad política muy probablemente Trump desconoce por completo. Ignoramos lo que el nuevo y flamante Presidente americano pueda saber sobre la Primera Guerra Mundial, pero quizá ni siquiera sepa que existía el Imperio Austrohúngaro, y que éste no sólo participó en la guerra, sino que fue el primero en declararla como respuesta a la grave agresión serbia.

14.-He aquí las palabras de Donald Trump en su discurso pronunciado el 11 de Noviembre de 2018 en el cementerio de Suresnes, en el que están enterrados 1.000 soldados norteamericanos que perecieron en los duros combates que tuvieron lugar en tierras francesas durante la Primera Guerra Mundial: “Rendimos homenaje a los soldados americanos, caídos en defensa de los valores occidentales. Es nuestro deber proteger la civilización por la que ellos murieron”. Palabras realmente increíbles, que dejan estupefacto a cualquiera con un poco de sentido común y con un mínimo de cultura.

15.-Estas proclamas de los dos últimos presidentes norteamericanos no hacen otra cosa que desenterrar los mensajes de la propaganda de guerra que se escucharon antes y después de 1914. Son las mismas ideas que bullían en la mente no sólo de Woodrow Wilson, el presidente que metió a Estados Unidos en la guerra, sino también en la mente de los dirigentes políticos, militares, económicos y financieros que le rodeaban y le asesoraban. Altamente significativo es el mensaje enviado por un alto mando militar yanqui que, celebrando la victoria, telegrafiaba a Wilson el 11 de Noviembre de 1918: “la autocracia ha muerto, vivan la democracia y su líder inmortal”.

16.-Semejantes proclamas eufóricas y triunfalistas son ya un lugar común. Frases como las que hemos citado de los últimos presidentes norteamericanos se vienen repitiendo una y otra vez a lo largo de los años en discursos, artículos y libros sobre la materia. Los intelectuales, pensadores, escritores y plumíferos de todas las tendencias no hacen más que repetir estas consignas tan inanes.

17.-En los artículos, por ejemplo, que leemos en la Prensa española se afirma una y otra vez que en esta Primera Guerra Mundial, al igual que en la Segunda, “ganó la libertad”. (No se comprende entonces por qué España permaneció neutral, sin intervenir en esa gran cruzada liberadora). Se proclama en tono solemne, con osadía y sin sonrojo, que “la libertad salió vencedora”. Se atribuye a las potencias triunfantes, al bando aliado, el “haber salvado al mundo”. Todo son bendiciones, alabanzas, cantos de júbilo, ofrendas de incienso, panegíricos, palmas y ovaciones para festejar y honrar a los magnánimos vencedores.

18.-¿De qué tenía que ser salvado el mundo? ¿Cuál era exactamente la terrible amenaza, el mortal peligro o la espantosa maldición que se cernía sobre la totalidad del orbe y cuya sombra siniestra ya no podía soportarse por más tiempo? ¿Cuál era la situación angustiosa de la que el mundo esperaba ser por fin salvado para siempre? ¿Se salvó el mundo tal vez, gracias a la victoria aliada, del cáncer tan terrible y amenazador que es el nacionalismo? ¿Acaso había que salvarlo de la posibilidad de una hecatombe hasta entonces nunca vista o del peligro de caer en una terrible guerra en la que podrían morir millones de seres humanos y podría dejar en ruinas medio continente?

19.-Habrá quien piense que las frases antes citadas son una exageración, algo inaudito, palabras que difícilmente puede haber pronunciado una mente inteligente, moderada, lógica y racional. Y lo pensará con toda razón. Pero no me invento nada. Me limito a reproducir frases de sesudos comentaristas que recojo de los periódicos que caen en mis manos o que leo cada día. La idea utópica, demencial y absurda, de que la Guerra del 14 iba a ser la guerra que pondría fin a todas las guerras, forjada por la propaganda aliada –idea tan desmentida por los hechos posteriores, una vez terminada la guerra y vistas las consecuencias que trajo–, parece cobrar nueva vigencia de forma subrepticia, bajo disfraces diversos, en la mente de nuestros contemporáneos.

20.-Quienes así se expresan, quienes ven la Gran Guerra la gesta liberadora y salvadora del mundo, desempeñan el lamentable papel de simples voceros o trasmisores de las consignas, los lemas y los estereotipos acuñados por la propaganda oficial del bando aliado. En tales afirmaciones puede verse un claro eco del mensaje salvífico y mesiánico del Presidente Wilson en su célebre y ya antes mencionada declaración de guerra ante el Congreso de Washington.

21.-Se comprende fácilmente por qué en la actualidad se hacen tales afirmaciones y por qué se sostienen ideas tan descabelladas. Resulta obvio que eso es lo que hay que decir, lo que hay que pensar y opinar. No pudiendo pensarse, opinarse o decirse hoy día algo diferente, y menos aún algo opuesto o contrario. No puede uno salirse impunemente del redil ni traspasar los límites trazados de antemano por quien tiene poder para trazarlos, y únicamente dentro de los cuales puede encontrarse la interpretación correcta de los hechos (es decir, entenderlos de acuerdo a lo política e ideológicamente correcto). Eso es lo que significa “estar en el lado correcto de la Historia”, según el lema propagandístico que se nos ha grabado en la mente.

22.-Es evidente, por otra parte, que resulta menos problemático, más cómodo y seguro, decir, pensar y opinar lo que está ya generalmente admitido, lo que está oficialmente permitido y autorizado, repitiendo lo que se lleva, lo que todo el mundo dice, aunque añadiendo quizá algún pequeño toque de originalidad, para parecer que uno es más libre y que lo que uno dice es de creación propia. Pero por mucha unanimidad que exista en la afirmación de unas ideas como las antes expuestas, por mucho que todo eso que se dice sea lo generalmente admitido, por mucho que eso haya que decirlo y pensarlo para no quedar mal, no por ello deja de resultar menos infundado, absurdo y ridículo lo que se afirma. Aunque una idea se repita machaconamente año tras año y todo el mundo la admita como indiscutible, no es posible aceptarla si no responde a la verdad y, lejos de respetar la realidad, la deforma, falsea o manipula de forma vil e indecente.

23.-Pero volvamos al discurso del Presidente Wilson, pues nos permitirá captar mejor el origen de esa visión idílico-épica de la Gran Guerra como gigantesca hazaña liberadora. Sus palabras, que rebosan ingenuidad, así como un idealismo y un utopismo que no tardarán en darse de bruces contra la verdad y la realidad, especialmente contra la dura realidad de los graves conflictos latentes en Europa y contra la verdad de lo que realmente se ventilaba en el conflicto bélico.

24.-Al lanzarse a la guerra, los Estados Unidos –prometía Wilson– no harán otra cosa que combatir “por la democracia, por los derechos de aquellos que están sometidos a la autoridad a tener una voz que sea escuchada por sus gobiernos, por los derechos y libertades de las naciones pequeñas, por el dominio universal del Derecho mediante un concierto de pueblos libres tal que traiga la paz y la seguridad a todas las naciones y haga por fin libre al mundo”. Para la mentalidad muy típicamente norteamericana del Presidente Wilson, esa gran empresa redentora de liberar al mundo entero y asegurar para siempre su libertad (make the world itself at last free) únicamente podría ser realizada por los Estados Unidos, que se lanza a la guerra –son las palabras del mismo Wilson– con el orgullo (the pride) de quienes saben que “ha llegado la hora en la cual América tiene el privilegio de derramar su sangre y gastar su poderío” para defender y difundir por doquier los principios que le dieron nacimiento, paz, felicidad y grandeza.

25.-En esas altamente significativas palabras del Presidente norteamericano queda muy bien plasmada la idea forjada por la propaganda aliada, franco-británica y posteriormente también yanqui, de que en la Primera Guerra Mundial el bloque aliado lucha por la liberación y la salvación del mundo. La propaganda consigue convencer a todos de que se trata de una magna empresa civilizadora, un gigantesco combate envuelto en una aureola de carácter religioso, místico y sagrado. La guerra es presentada como una gran cruzada laica en la que se decide la supervivencia de la civilización, y con ella de los más altos y sagrados valores, de todos aquellos bienes, principios, leyes y normas que hacen posible la vida humana sobre la Tierra.

26.-Según parece, el Presidente Wilson fue inicialmente reacio no sólo a entrar en la guerra, sino también a “racionalizar la guerra como una guerra por la democracia” (tal y como nos informa Christopher Lasch en su agudo análisis del radicalismo americano). Fue Robert Lansing, miembro del gobierno con Wilson, el primero en lanzar dicha idea para incluirla más tarde en el discurso de guerra del Presidente. Lansing estaba convencido de que “ir a la guerra únicamente porque habían sido hundidos algunos barcos norteamericanos, muriendo ciudadanos estadounidenses” carecía de la fuerza necesaria, resultaba un argumento insuficiente y muy poco convincente para remover las conciencias y la voluntad del pueblo americano. Para que el apoyo a la guerra tuviera un “fundamento más sólido” (sounder basis) y conseguir galvanizar el alma más bien pacífica y aislacionista de los Estados Unidos, había que subrayar, en palabras de Lansing, “el deber de ésta y de todas las demás naciones democráticas de suprimir un gobierno autocrático como el alemán por su carácter atroz”. Según Lansing, semejante condena sumaria (indictment) de Alemania sería capaz de atraer y captar el asentimiento de “cualquier persona amante de la libertad en todo el mundo”, aceptando en consecuencia los sacrificios que la guerra iba a exigir.

27.-Volveremos más adelante sobre las brillantes ideas de este influyente político yanqui y sobre sus proyectos de ingeniería social de ámbito internacional, que incluían por supuesto, como estrella central del programa, la reducción de Alemania a la impotencia política, económica y militar.

28.-El éxito de la idea propagandística de una cruzada por la democracia y contra la perversa Alemania puede observarse por doquier y hasta en los más ínfimos detalles. Así, por ejemplo, el primer documental bélico de la Historia, que fue producido en los Estados Unidos en 1917 y que lleva por primera vez al cine la propaganda de guerra, ensalzaba la figura del General Pershing, jefe del cuerpo expedicionario americano y sus tropas. Su título no puede ser más expresivo: Pershing’s Crusaders (“Los Cruzados de Pershing”). En los carteles anunciadores de dicho documental –de gran belleza, hay que reconocerlo– aparecía el General Pershing montado a caballo, seguido por sus soldados de infantería con banderas desplegadas al viento, y tras ellos, en el fondo, se veían las siluetas brumosas, como en una lejana aparición mística, de varios guerreros de las Cruzadas, también a caballo, con sus lanzas enhiestas, sus relucientes hábitos blancos y una gran cruz roja sobre sus escudos. La imagen no podía ser más expresiva y fascinante.

29.-El mundo iba a ser por fin libre, tras siglos y milenios de opresión, tiranía, violencia y oscuridad. Por primera vez en la Historia todos los pueblos y las naciones de los cinco continentes podrían gozar de plena libertad y alcanzar un nivel de felicidad como nunca antes habían soñado. La Libertad, el Derecho y la Justicia triunfarían definitivamente sobre todos sus enemigos gracias al sacrificio de los miles de modernos cruzados liberadores y civilizadores que estaban dispuestos a derramar su sangre por tan noble y sacrosanta causa. Esta era la buena nueva que abría el horizonte a la era democrática, el evangelio mesiánico que iluminaba el futuro del género humano hasta entonces agobiado y desgarrado por fuerzas tenebrosas. La Humanidad ya no tendría que vivir aterrada por la amenaza que suponía la existencia de potencias opresoras y agresivas, de incalculable maldad y dotadas de un apabullante poder material, tanto por su considerable extensión territorial y su gran población como por su tremendo desarrollo económico, científico, tecnológico e industrial.

30.-Frente al grosero materialismo y egoísmo de los imperialistas alemanes se alzaba la valentía noble y generosa de los soldados franceses, británicos y estadounidenses, movidos por un alto ideal, el ideal de la Libertad para todos los pueblos y para todos los seres humanos. La Gran Guerra se presentaba esplendorosa como la Cruzada del Ideal. No se podía imaginar ni esperar menos de los cruzados justicieros.

31.-Expresiones e imágenes semejantes a las antes citadas, igualmente grandilocuentes, aunque con un tono menos mesiánico, pueden encontrarse en los discursos de los políticos ingleses y franceses volcados en su campaña bélica contra Alemania. Georges Clemenceau, jefe del Gobierno francés, político belicista y furibundamente antialemán, apodado “el Tigre” por su arrollador espíritu combativo, su intransigencia y su furor sanguinario, que había afirmado que “la guerra es una cosa demasiado seria para confiarla a los militares”, que impuso casi una dictadura personal para dirigir y ganar la guerra, negándose a aceptar cualquier petición de paz que viniera del enemigo, pregonaba en tono ardiente que Francia combatía por la Libertad, por el Derecho y por la Justicia, por la Humanidad y por el Ideal. Y por eso la única salida que Clemenceau veía para la guerra era la victoria total, aplastando sin compasión al enemigo germánico que representaba la maldad, la brutalidad, el salvajismo más primitivo, la injusticia y la violación del Derecho.

32.-“Queremos vencer para ser justos”, repite Clemenceau sin ambages una y otra vez, aunque luego, a la hora de firmar la paz, será inclemente con la Alemania derrotada y le parecerá poca toda humillación o represalia que se imponga a ésta. “Todo por la Francia sangrante en la gloria, todo por la apoteosis del Derecho triunfante”, vocea en una de sus arengas de guerra. Aunque esa “apoteosis del Derecho triunfante” (l’apothéose du Droit triomphant), que Clemenceau anuncia y promete como resultado de la victoria aliada, suena más bien como el aviso de una implacable venganza. En otra ocasión el dirigente francés lanza una de esas proclamas cuasi-religiosas tan típicamente suyas, tan propias del nacionalismo exaltado, y que tanta semejanza guardan con las declaraciones del Presidente Wilson: “Gracias a nuestros soldados, Francia, ayer soldado de Dios, hoy soldado de la Humanidad, será siempre el soldado del Ideal”.

33.-En todas estas declaraciones y proclamas podemos ver ya trazado el esquema propagandístico que hoy día aflora de nuevo y se impone por doquier como un dogma indiscutible. Un dogma cuyas múltiples fisuras, incongruencias y falsedades iremos descubriendo a medida que avancemos en el análisis de la cuestión que nos ocupa.

34.-El Marqués de Laserna, una de las pocas voces sensatas y mesuradas que en España hemos podido oír estos días en relación con el tema que nos ocupa, lo ha resumido con una brevedad clarividente en un artículo publicado en un diario español: “La Gran Guerra del 14-18 había dividido al Viejo Continente en dos bloques, el formado alrededor de Alemania y Austria-Hungría y el que capitaneaba Francia con Gran Bretaña. El segundo fue el triunfador absoluto y la propaganda durante la contienda y después de la victoria fue tan elemental como suelen ser los eslóganes: los regímenes adalides de la libertad por un lado y los de la opresión por otro, con el triunfo final de la virtud frente al mal. Quedó establecido que la primacía correspondía a la democracia representativa, sentenciando a toda otra forma de gobierno” (ABC, 7 de Agosto, 2019).

35.-Este es, en efecto, el cuadro épico que se nos presenta: a un lado están quienes encarnan el bien, los países bondadosos, pacíficos, virtuosos, justos y justicieros, de los que no se pueden esperar sino bienes y bondades; al otro, en frente de ellos, están quienes encarnan el mal, las naciones malvadas, perversas, violentas, corruptas, depravadas y viciosas, de las que no pueden venir más que males y maldades. Por inconcebible que parezca, esta es la mentalidad en la que vivimos. Este, de la lucha entre los buenos y los malos, es el simplista esquema que manejamos a diario (sin darnos cuenta, sin percatarnos de ello). Este es el reduccionista y simplón argumento que se nos ofrece, o mejor se nos impone, propio de una película de Hollywood, y que dócilmente asumimos y digerimos (a veces, incluso con entusiasmo).

36.-Presentar las dos guerras mundiales, con la consiguiente victoria militar de las potencias enemigas de Alemania y sus aliados, como un triunfo de la libertad y de la civilización es una auténtica necedad. Constituye un absurdo y un sinsentido, por más que la propaganda lo repita machaconamente año tras año desde hace ya un siglo, y por mucho que tal dogma ideológico y seudohistórico se halla incrustado en nuestros cerebros a consecuencia de dicho bombardeo propagandístico, tan incesante como infame. Casi me atrevería a decir que se trata de “un absurdo metafísico”, si no fuera porque tal expresión, realmente exagerada y semánticamente errónea, entraría de lleno en este mundo delirante, exento de objetividad y ecuanimidad, irresponsable y falto del más elemental respeto a la realidad, corrupto y banal, afanoso cultivador de la mentira, en el que se mueven las inasumibles ideas que estamos criticando.

37.-¿Cómo es posible que se haya impuesto una idea tan absurda, tan falsa y tan carente de fundamento? Es esta una clara muestra del poder que en el mundo actual tiene la propaganda, punto éste que trataremos en otro momento. Sólo en la más completa ignorancia de la realidad histórica, difuminada y deformada por una desinformación continuada, barrida y borrada por el martilleo propagandístico, pueden encontrar justificación tales ideas, clichés y tópicos manidos. Únicamente en una mente impregnada por los tópicos propagandísticos, aturdida e idiotizada por sus reiterados mensajes manipuladores, resulta posible la aceptación acrítica de un enfoque tan trivial, tan torpe, tan mendaz y falsificador, tan distorsionador de los hechos reales.

38.-¿Había menos libertad en la Alemania del Káiser Guillermo II o en el Imperio Austrohúngaro, ambas potencias con sendos regímenes parlamentarios muy semejantes a los de otros países europeos, que en Francia, Inglaterra o Rusia? El Imperio británico, en el que eran sañudamente perseguidos o se hallaban brutalmente oprimidos los católicos irlandeses, como lo siguieron estando posteriormente (para no hablar de la cruel represión ejercida contra los grupos étnicos más diversos en otras partes del Imperio británico), o la Francia republicana, con su política furibundamente antirreligiosa y hostil a la Iglesia católica, ¿podían considerarse enclaves más sólidos de la libertad que Alemania y Austria, donde imperaba una política de la más absoluta tolerancia y del mayor respeto a las diversas nacionalidades, grupos étnicos y confesiones religiosas, incluida la floreciente comunidad judía y, en el caso de Austria-Hungría, las minorías musulmanas de Bosnia-Herzegovina o las poblaciones de religión ortodoxa y protestante de otras regiones del Imperio?

39.-Cabe anotar, a este respecto, la preocupación existente en la población de Alsacia y Lorena tras la derrota de Alemania, al ser ocupadas ambas regiones por el ejército francés tras la derrota de Alemania y verse sometidas de nuevo a las leyes de la República francesa, tan centralistas y tan hostiles a la religión, y quedar a merced de su burocracia invasiva, sectaria, omnipresente y voraz, tan inepta como corrupta. Los habitantes de estas dos regiones históricas, de lengua y cultura alemanas, que habían formado parte de Alemania desde la derrota francesa en 1870, beneficiándose de la disciplina, la eficiencia y el correcto funcionamiento de la administración alemana, con su respeto a las creencias religiosas de la población, a las autoridades eclesiásticas, a las instituciones, las costumbres y las fiestas de carácter religioso, temían perder ahora la libertad, la autonomía y el buen orden de los que habían disfrutado durante casi medio siglo.

40.-A quienes afirman que en 1918 venció la libertad, viendo en el fin de la Gran Guerra la apoteosis triunfal de la democracia y el nacimiento de un mundo más libre, habría que preguntarles: ¿se sentían más libres los más de tres millones de alemanes, los alemanes de los Sudetes, que fueron sometidos manu militari por los nacionalistas checos para incorporarlos por la fuerza, al igual que otras minorías étnicas menos numerosas (rutenos, polacos, húngaros, etc.), a la nueva nación que llevaría el nombre de Checoslovaquia? ¿Se sentían más libres los húngaros de Transilvania sometidos a la Gran Rumanía, uno de los países vencedores, al serle cedido por el Tratado de Trianón dicho territorio que perteneció a Hungría, aunque también con población rumana?

41.-Y lo mismo podría decirse de los croatas, bosnios y eslovenos que quedaron bajo el poder de los serbios, sus enemigos ancestrales, en la nueva nación que portaba el nombre de Yugoslavia. O de los ucranianos, alemanes y lituanos sojuzgados por los polacos, para pasar a formar parte de otra de las nuevas naciones surgidas tras la guerra, la Gran Polonia. O de los alemanes del Tirol del Sur, al quedar desgajados de su patria austriaca para ser integrados en la Italia que figuraba entre las naciones vencedoras después de haber traicionado a sus antiguos aliados alemanes y austriacos. Conviene recordar la amargura y decepción en que se vio sumido el mismo Presidente Wilson al ver en qué se convertía su proclama idealista de libertad para las nacionalidades oprimidas y al comprobar también el ansia de venganza de ingleses y franceses, cosas todas ellas que hacían imposible una paz digna y honrosa. Su desconocimiento de la realidad europea, tan compleja y delicada, le impidió ver con antelación estas lamentables pero inevitables consecuencias de la guerra.

42.-Es oportuno apuntar que entre los 14 puntos del Presidente Wilson, que tanto incomodaban a Clemenceau, quien no desperdició ocasión para criticarlos y ridiculizarlos (diciendo, entre otras cosas, que eran algo grotesco, demasiado pretencioso, pues los mandamientos o puntos de Dios habían sido sólo 10), uno de los más importantes era aquel que proclamaba que ninguna nación o grupo étnico podría estar bajo el poder de otra nación o grupo étnico diferente, debiendo respetarse por encima de todo su derecho a la autodeterminación y a decidir libremente su destino.

43.-Wilson no podía prever, ni siquiera imaginar, que muchas de esas “naciones pequeñas” (small nations), cuya libertad y cuyos derechos tanto le preocupaban, tenían un instinto despótico y tiránico, deseoso de oprimir y aplastar a otras minorías o núcleos más o menos importantes de pueblos vecinos, y que algunas de tales naciones se distinguían por una violencia, una brutalidad y una crueldad presta a manifestarse en cuanto tuvieran suficiente poder –como no tardaría en comprobarse–, no vacilando tampoco lo más mínimo –como ya pudo verse– en provocar una guerra mundial para salirse con la suya. Aunque esto último sí podía haberlo entrevisto el bienintencionado Presidente americano con un poco más de sagacidad y buena información.

44.-Aunque sin relación directa con la Gran Guerra, y dirigiendo la mirada lejos de Europa, cabría hacer alguna pregunta incómoda al idealista Presidente Wilson y a los norteamericanos liberadores y salvadores de pueblos oprimidos. Filipinas, convertida en una colonia de los Estados Unidos, que arrebataron por la fuerza a España en 1898 este isleño país asiático en una guerra ominosa, y cuya población sufrió un cruel genocidio al intentar las autoridades yanquis borrar totalmente la huella española e imponer el inglés como única lengua del archipiélago, ¿gozaba de más libertad y felicidad que cualquier región del Imperio alemán o del Imperio de los Habsburgo, en los cuales hasta la última minoría étnica o nacional tenía su propia representación en el Parlamento?

45.-La realidad y la verdad no pueden ser ocultadas por las consignas propagandísticas, por muy hábilmente y bien elaboradas que éstas estén, ni tampoco por muy poderosa que sea la maquinaria propagandística puesta en marcha y por muy intenso que sea el bombardeo a que se ven sometidas las mentes de la población.

2.- Alemania, culpable de la Gran Guerra.

46.-Pero no acaba aquí la insensatez e irracionalidad de los mensajes trasmitidos por la propaganda. Junto a la visión de la Gran Guerra como lucha entre libertad y tiranía, y como elemental corolario de tamaño dislate, se hace recaer, además, la culpa de la guerra en las potencias vencidas, y especialmente en Alemania. Este es el segundo pivote fundamental del edificio mental o conceptual construido por la propaganda.

47.-Nos topamos así con uno de los grandes dogmas de la interpretación hoy día dominante en lo que se refiere a la Historia del siglo XX: la responsabilidad alemana en el desencadenamiento de las dos guerras mundiales. En otras palabras, la presentación de Alemania como nación militarista, belicosa, agresiva, despótica, sanguinaria, bárbara y de una crueldad inaudita, poseída por una codicia irrefrenable y deseosa de dominar el mundo. En definitiva, Alemania como la madre de todas las guerras, la causante de los peores conflictos que han desgarrado al Viejo Continente en los últimos tiempos.

48.-Aquí tenemos ya delineados los dos principales ejes de la historiografía implantada por la propaganda en la Primera Guerra Mundial y en la cual se apoya la imagen que tiene todo el mundo (o la inmensa mayoría de la gente) sobre dicha guerra: 1) una guerra que se libra encarnizadamente en defensa de la civilización, la libertad y la democracia, gravemente amenazadas por Alemania y sus aliados; 2) dolosa e innegable culpa de Alemania como nación provocadora de la guerra y, por lo tanto, enemiga de la libertad, de la paz, de la civilización y de la Humanidad.

49.-Se lanza sobre el Reich alemán y su Káiser el estigma de haber provocado la inmensa carnicería que fue la Primera Guerra Mundial, cuando en realidad el Káiser, dirigente seriamente preocupado por el mantenimiento de la paz en Europa, hizo todo cuanto pudo por evitar el estallido de la guerra, tratando por un lado de aplacar la cólera de los dirigentes austríacos e intentando al mismo tiempo refrenar los impulsos belicosos de británicos y franceses, ansiosos de lanzarse al combate. El Káiser y su gobierno hicieron ver a los demás gobiernos europeos que la grave crisis y el conflicto abiertos con el atentado de Sarajevo debían resolverse exclusivamente entre Austria-Hungría y Serbia, los dos países directamente implicados, evitando a toda costa la intervención de otras potencias, por las graves consecuencias que esto acarrearía dadas las alianzas existentes, ocasionando con ello que el conflicto se extendiera y alcanzara límites insospechados. Los esfuerzos pacificadores de Alemania resultaron, por desgracia, baldíos.

50.-El Tratado de Versalles, en su artículo 231, declaraba que Alemania y sus aliados habían sido “los responsables de todas las pérdidas sufridas por los aliados y sus asociados, como consecuencia de una guerra que ha sido originada por Alemania”. Por eso Alemania debía ser castigada con dureza y quedaba condenaba a pagar unas exorbitantes reparaciones durante más de veinte años. Así lo expresó un ministro inglés en la campaña electoral de 1918: “Hay que exprimir el limón hasta que cruja”. Y en el mismo sentido se expresaron los políticos franceses: “Alemania tendrá que pagar hasta el último céntimo por los daños que ha causado”.

51.-De hecho, como han señalado diversos autores, la Gran Guerra, que comienza por el brutal choque entre Serbia y Austria-Hungría, a causa del atentado de Sarajevo, al declarar Austria-Hungría la guerra a Serbia, acaba convirtiéndose en una lucha contra Alemania. Tal es la imagen que queda grabada en nuestras mentes gracias a la intensa labor de la propaganda. Y así lo van a ver y expresar la mayoría de los dirigentes del bando aliado cada vez que se refieren al conflicto bélico. El mismo Woodrow Wilson la expresa nítidamente, quizá sin ser consciente de ello, cuando en Octubre de 1918 escribe: “Es indispensable que los gobiernos asociados contra Alemania sepan sin abrigar la menor duda con quién están tratando”.

52.-A medida que va avanzando la guerra, muy pocos se acuerdan ya de Austria, de Bulgaria o de Turquía, los otros enemigos de “la democracia y la libertad”. Todas las miradas de odio y hostilidad se centran en Alemania, con la voluntad decidida de derrotarla a cualquier precio. Alemania es el enemigo a batir, por encima de cualquier otra consideración.

53.-Como veremos más adelante, en realidad, el motivo fundamental que está en los orígenes de la Gran Guerra –motivo soterrado, camuflado y oculto bajo las frases altisonantes, encubierto por las solemnes declaraciones de principios– es el odio a Alemania, de la cual el Imperio Austrohúngaro viene a ser como un apéndice, un anexo o una ramificación inseparable. Un odio irracional, rabioso y feroz, irreprimible, devorador y arrasador, cuyas raíces son mucho más hondas de lo que pudiera pensarse. En Alemania veían muchos políticos e intelectuales europeos –y la siguen viendo en nuestros días, aunque se lo callen– la fuente, el foco y el receptáculo pantanoso de todos los males que han afligido a Europa a lo largo de los siglos. Alemania era la nación archienemiga de la Humanidad, continuamente conspirando contra el resto de las naciones.

54.-Se ha convertido ya en un artículo de fe, un axioma indiscutible, una verdad evidente y sobreentendida, una creencia firmemente arraigada en el subconsciente colectivo –y que nadie se atreve a criticar, poner en entredicho o bajo sospecha–, que Alemania ha sido la culpable de las dos guerras mundiales. Se ve en ella a la potencia militarista y prepotente que, con su nacionalismo agresivo y sus pretensiones de expansión y de dominio de otros territorios, desencadenó esas dos inmensas tragedias que constituyen el capítulo más triste, atroz y luctuoso de la Historia de la Humanidad.

55.-Como simple botón de muestra me limitaré a citar lo que un conocido periodista español, considerado un experto en cuestiones de política internacional, escribía recientemente al respecto. Mostrando su extrañeza por la atenta consideración o aquiescencia que Inglaterra, en su embarullada política de salida de la Unión Europea, el llamado Bréxit, ha encontrado en la Alemania de Angela Merkel, dicho periodista opina que ello “puede deberse a su mala conciencia por haber iniciado ambas contiendas” (se refiere a la mala conciencia de Merkel como dirigente alemana, ya que se considera culpable y está francamente avergonzada por haber sido su país el que desencadenó esas dos guerras tan terribles). Es decir, que Alemania ha sido la iniciadora o provocadora de las dos guerras mundiales. Así de simple y sencillo, sin matices, sin más reflexión, sin puntualizaciones ni paliativos que den mayor fiabilidad a tal aserto. Dando por supuesto que eso es algo archisabido. Resulta difícil concebir que alguien pueda creer y decir algo así en serio.

56.-¡Qué casualidad! Los culpables de los peores conflictos bélicos que ha sufrido la Humanidad son precisamente los vencidos. Los que han perdido la guerra son los responsables de haberla desencadenado, así como de todas las destrucciones que la guerra ha ocasionado y todos los crímenes y excesos que en ella se hayan podido cometer. He ahí los únicos que han de cargar con la culpa y sobre los cuales ha de recaer la condena y el castigo. Siempre ellos y únicamente ellos. No hay otros responsables ni culpables del sangriento enfrentamiento entre las naciones.

57.-¿No resulta chocante que la culpa recaiga justamente sobre la nación que ha sido derrotada y que ya no puede defenderse (o lo tiene muy difícil), y que sea exclusivamente a ella a la que se atribuya toda la responsabilidad de la guerra? Pregunta ésta que deberíamos hacer en plural, hablando de “las naciones que han sido derrotadas”, pues nunca es una nación sola la que lleva el sambenito de la culpa, sino que quedan incluidos también sus aliados, como sucedió en la Guerra del 14. Lo que ocurre es que, como ya ha quedado indicado anteriormente, en este caso es exactamente sobre una nación en concreto, la nación alemana, sobre la que se centran todas las miradas y, por consiguiente, recaen también todas las culpas o al menos las más graves. Más adelante veremos por qué.

58.-Pero por irracionales que sean tales postulados y planteamientos, éstos son los que todo el mundo asume y rumia sin cesar. Esta es la verdad excátedra de la que nadie puede dudar, que nadie puede ni siquiera criticar moderadamente o comentar en sentido levemente desfavorable, si no quiere verse marginado, demonizado, criminalizado, ridiculizado, condenado sin compasión ni remisión posible, excomulgado de la sociedad de los seres libres y biempensantes, escarnecido hasta lo indecible y lanzado con fuertes anatemas a las sombras infernales.

59.-Sorprende que todos estos tópicos, extremadamente inconsistentes y banales, sobre la maldad alemana hayan sido aceptados con tanta inconsciencia y ligereza. Y sorprende todavía más que tal cosa suceda en España, un país que debería estar escarmentado y suficientemente prevenido ante tales maniobras por haber sufrido durante siglos el impacto negativo de “la Leyenda negra”, engendro propagandístico que tuvo enorme repercusión y aceptación en la mayoría de los países (aunque la propaganda todavía no tenía los medios de que dispone hoy día). la Leyenda negra antialemana o antigermánica es muy semejante, en muchos aspectos, a la Leyenda negra antiespañola, aunque actualmente se halla mucho más arraigada y resulta más funesta, entre otras cosas por el desarrollo, la fuerza y eficacia que la propaganda ha ido adquiriendo en la civilización moderna.

60.-Dicha idea de la culpa Alemana en el desencadenamiento de la guerra, tan infundada como descabellada, aparece hasta en los más serios estudios históricos (cuya seriedad hay serias razones para poner en duda). Así, por ejemplo, en su obra The unity of European history (“La unidad de la Historia europea”), publicada en 1948, John Bowle, profesor de Oxford, afirma sin inmutarse que en la Primera Guerra Mundial “se detuvo el primer intento alemán de conquistar el mundo”, pues afortunadamente la guerra se decidió a favor del Oeste u Occidente (the West) y “se preservó así la tradición de la civilización libre”. Esto es lo que, según el historiador inglés, constituye “la cuestión capital (the cardinal point) de principios del siglo XX”. En opinión de Bowle, una de las causas principales de la Guerra del 14, aparte del nacionalismo, que se extendió por toda Europa (pero del que parece estar exenta la Gran Bretaña en la visión de las cosas defendida por nuestro autor), fue “la ambición de la Alemania unida”, “la obsesión con la política de poder (power politics) por parte de la nación más poderosa del Continente”, o lo que es lo mismo, “la ineptitud política alemana”, su falta de sentido de la responsabilidad, que llevó a sus élites dirigentes a adoptar “ideas subversivas de los valores de la cultura europea”.

61.-Por dos veces, sentencia Hugh Thomas, ha intentado Alemania conquistar y dominar el mundo, sometiéndolo a su poder. El primer intento, según el historiador británico, fue el del Segundo Reich, con el Káiser Guillermo II al frente. Los políticos ingleses consideraron que el ataque a un pequeño país como Bélgica era “prueba evidente de una apuesta por conseguir el poder mundial (a bid for world power)”, afirma Thomas. En palabras de dicho historiador, “la segunda tentativa para conseguir el poder mundial” (the second grab for world power) de los alemanes tendría lugar en 1939. Aunque aclara que “posiblemente la nación alemana estaba menos unida tras esa búsqueda del poder mundial (quest for world power) de su gobierno en 1939 que lo había estado en 1914”.

62.-Resulta irrisorio ver a Alemania acusada de querer conquistar y dominar el mundo precisamente por los ingleses, un pueblo que ha tenido como política a lo largo de los siglos extender su poder sin límites a nivel mundial, conquistando cuantos territorios ha podido en los cinco continentes y apoderándose de los territorios que le ha apetecido, arrebatándoselos sin contemplaciones ni miramientos a otras naciones, procurando incluso dañar y perjudicar lo más posible a sus propios aliados para defender sus propios intereses (como hizo, por ejemplo, con España en la Guerra de la Independencia contra Napoleón, destruyendo las industrias españolas que podrían competir en el futuro con la industria inglesa). No hay más que echar un vistazo a la Historia y al mapa: Gibraltar, Las Malvinas, Chipre, Malta, Irlanda, Belice, Guayana, Jamaica y otras muchas islas del Caribe, Adén, Egipto y Sudán, Kenia, Uganda, Nigeria, Rodesia y extensas regiones de África, Kuwait y las costas petrolíferas del Golfo Pérsico, India, Ceilán, Birmania, Hong Kong, Singapur, Malasia, Sarawak, Nueva Guinea, Australia, Nueva Zelanda, Tasmania, Fiyi y numerosos archipiélagos del Pacífico, las provincias francesas del Canadá, los territorios que arrebató a los Boers tras cruenta y despiadada guerra en Sudáfrica, la “Guerra del opio” contra China, etc., etc. Será ocioso recordar que, una vez vencida Alemania en la Primera Guerra Mundial, Gran Bretaña se apoderó, lógicamente y como era de esperar, de las colonias alemanas en África, repartiéndoselas con Francia.

63.-Con razón los autores alemanes calificaron a Inglaterra de “Estado pirata o ladrón” (Raubstaat), y una calificación peyorativa semejante puede encontrarse en los escritores y pensadores de otras naciones. Raubstaat England es el título de un libro profusamente ilustrado que se publicó en los años treinta del siglo XX en el que se pasa revista a esa continuada labor de robo, expolio, latrocinio y rapiña llevada a cabo por los ingleses en todo el mundo con brutal violencia y prevaliéndose de su poderío militar a lo largo de los siglos. En España, por las mismas razones, se impuso, no sólo en el lenguaje literario, culto y erudito, sino también en el habla popular la expresión “la pérfida Albión”, que tantas veces hemos escuchado en las conversaciones.

64.-En la Primera Guerra Mundial la mentira, principal combustible y fluido animador de la propaganda, irrumpe de forma clamorosa convirtiéndose en clara protagonista de los acontecimientos. Ferdinand Lundberg, autor norteamericano que ha prestado especial atención a la intervención de los Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial, advierte que el arma más potente usada por los aliados en dicho conflicto bélico, fue The Big Lie (“La Gran Mentira”), técnica demoledora “que nació precisamente en este período” (y de la cual, según el citado autor, harían uso más tarde los nazis alemanes de forma aún más intensa y perfeccionada). La Gran Mentira, “que podría ser llamada la bomba atómica de la I Guerra Mundial — escribe Lundberg–, fue desarrollada por franceses y británicos, uniéndose a ellos después fervorosamente Washington”. Lundberg recuerda cómo en 1916, mientras en el Continente se libraba una sangrienta guerra de trincheras, franceses y británicos se volcaron, gastando sumas ingentes de dinero, en una intensa campaña propagandística para influir en la opinión pública norteamericana y despertar el odio a Alemania, acusándola de toda clase de atrocidades, aunque posteriormente se demostró que la mayoría de tales acusaciones eran falsas, se trataba de una pura calumnia. Alemania, subraya Lundberg, fue calumniada de forma indigna y obscena, “siendo dibujada en la Prensa de forma cada vez más monstruosa”. Alemania estuvo mucho más torpe en este campo del contacto con otros países y el tratar de influir sobre ellos, no sabiendo tampoco utilizar la poderosa arma de la propaganda. Todo ello acabaría consiguiendo el objetivo propuesto, que era la entrada de los Estados Unidos en la guerra para acudir en ayuda de Francia e Inglaterra, que la iban perdiendo.

65.-Por muy extendida y generalmente admitida que esté esta idea de la gran culpa alemana, basada en una supuesta voluntad que se había apoderado de los dirigentes alemanes de conquistar, dominar y germanizar el mundo, no deja de ser una insensatez. No hay nada más lejos de la realidad. Semejante visión de las cosas constituye un colosal error, una falsedad insostenible, una flagrante mentira, una brutal negación de la verdad histórica, cuyas causas vamos a tratar de investigar y elucidar en estas reflexiones. Se podrá criticar, censurar y condenar muchas cosas de quienes dirigían Alemania en las dos guerras mundiales, Guillermo II y Adolf Hitler; se podrá pensar todo lo negativo que se quiera de ambos dirigentes alemanes, pero de lo que no cabe la menor duda es que la idea de conquistar o dominar el mundo no estaba para nada en la mente de Guillermo II, como tampoco lo estaba en la mente de Adolf Hitler. Cosa que puede comprobar fácilmente quien analice objetivamente sus idearios, sus políticas, sus discursos y escritos, sus biografías y sus ejecutorias.

66.-El mensaje lanzado por la propaganda desde los inicios del siglo XX, tan efectivo que no sólo se ha convertido en dogma oficial de la religión ideológica o profana de nuestros días, sino que ha llegado a calar y dejar huella indeleble en el subconsciente colectivo, es bien simple: el pueblo alemán es una horda perversa, agresiva, violenta, belicosa y militarista, de ánimo despótico y tiránico, que habría que reeducar o erradicar de la tierra. Algo que tendría su concreción más patente, implacable, trágica y cruel, tras la Segunda Guerra Mundial, plasmándose por ejemplo en el tristemente célebre “plan Morgenthau”. Y, si bien éste plan demencial no se llevó a cabo en todos sus macabros, aberrantes y demenciales detalles, sí acabaría desembocando en la más cruel limpieza étnica y el más brutal genocidio que haya conocido la Historia, con millones de víctimas.

67.-En la mente de las gentes, incluso en personas de cierto nivel cultural y de muy amplia formación, ha quedado la convicción o creencia, más o menos claramente insinuada, de que Europa habría gozado en los últimos tiempos de grandes y duraderos períodos de paz si Alemania no hubiera existido. O no hubiera tenido existencia como verdadera potencia política y militar, como nación fuerte, unida y poderosa.

68.-Algún eximio pensante ha llegado a afirmar que, por mucho que pene y pida perdón, Alemania y los alemanes no podrán jamás expiar la culpa que tiene contraída con la Humanidad por los males que hicieron caer sobre ella, y que tendrán que pasar siglos, siglos de arrepentimiento y congoja, para que sus errores, culpas y crímenes puedan llegar a ser perdonados.

69.-Resumiendo el mensaje propagandístico al que hemos estado pasando revista, un mensaje que resuena durante toda la Gran Guerra y que seguirá resonando en el futuro, incluso una vez terminado el conflicto armado, vemos que se apoya en tres pilares básicos, tres ideas de gran simpleza pero de hondo calado y que van a tener un gran impacto:

1) los alemanes son bárbaros sin civilizar, con una irresistible inclinación a la guerra y la violencia (no les importa violentarlo todo, quebrantando las normas más sagradas);

2) desean conquistar el mundo, dominarlo y someterlo a su poder, poder del cual se sienten orgullosos considerándose casi invencibles y superiores a las demás naciones, a las que desprecian y no tienen el menor reparo en humillar;

3) son enemigos de la civilización, cuyo sentido, significado y valor ni siquiera entienden ni saben valorar, y por eso mismo anhelan destruirla; son incapaces de acceder a la vida civilizada, encarnada de forma ejemplar por Francia y Gran Bretaña.

70.-La propaganda aliada o democratista, para despertar el odio antigermánico, asociará hábilmente en la memoria histórica de Occidente a Alemania y los alemanes con los bárbaros, los pueblos germánicos que destruyeron el Imperio romano y pusieron fin a su floreciente civilización. Lo mismo –se insiste de forma tendenciosa– que pretenden hacer los bárbaros germanos o teutones del siglo XX con la civilización moderna, gracias a las armas y los recursos de todo tipo que esta avanzada civilización ha puesto en sus manos.

71.-Un botón de muestra nos lo ofrece Bertrand Russell, hombre bastante comedido en estas cuestiones y no excesivamente antialemán. El filósofo inglés, que no ocultaba el desprecio y el odio que siempre sintió hacia el Káiser alemán, adoptó durante la Primera Guerra Mundial una postura radicalmente pacifista, pues aunque consideraba claramente un mal (an evil) “la posibilidad de la supremacía de la Alemania del Káiser”, creía que no era un mal tan grande como lo sería una guerra mundial con sus terribles consecuencias. Su postura cambió radicalmente más tarde, con respecto a la Alemania de Hitler, en la Segunda Guerra Mundial, que apoyó sin reservas abandonando sus ideas pacifistas. En una carta escrita en Mayo de 1941 confesaba que quizá hubiera sido mejor que la Gran Guerra la hubiera ganado el Káiser, pues así se habría evitado que llegara Hitler al poder y desencadenara una guerra mucho peor. Y añadía: “Encuentro que esta vez no soy pacifista, y considero que el futuro de la civilización está ligado a nuestra victoria. No creo que haya pasado nada tan importante desde el siglo quinto, el momento anterior en el que los alemanes [los germanos, the Germans] sumieron al mundo en la barbarie (reduced the world to barbarism)”.

72.-Russell se refiere aquí a la invasión de los bárbaros, que tuvo lugar en el siglo V de nuestra era y que puso fin al Imperio romano. Y compara los efectos de esa invasión, tan terrible y tan decisiva en la Historia europea, con los que ocasionará la política belicista del Reich alemán, considerando que se trata de una nueva invasión de los bárbaros. Nos viene a decir que no ha habido en la Historia de Europa acontecimiento tan importante, ni tan grave por lo que supone de amenaza y ruina para la civilización, como esa irrupción en tiempos modernos de la intemperancia y barbarie germánicas, que tuvo su inicio en la Primera Guerra Mundial, con la política de Káiser. Lo cual constituye una tremenda exageración, increíble en la mente de un intelectual de cierto nivel. ¿Se olvida el filósofo inglés, por ejemplo, de la invasión islámica, que amenazó a Europa por Occidente, con los árabes, y por Oriente, con los turcos?

73.-Como puede observarse, Russell emplea el término Germans, ambiguo o ambivalente en este caso, que puede traducirse tanto por “germanos” como por “alemanes”. Y lo emplea con una clara intención peyorativa y condenatoria referida al presente. Parece como si hubieran sido los alemanes quienes acabaron con Roma y su civilización. Pero al insinuar que el mundo corre el peligro de que los alemanes o germanos, o sea, los pueblos germánicos, vuelvan a destruir la civilización e imponer la barbarie y el caos, al igual que ocurrió en el siglo V, Russell parece olvidar que entre los alemanes o germanos (the Germans) que destruyeron el Imperio romano figuraban también los anglos y los sajones, que fueron quienes crearon o construyeron Inglaterra, England, “la tierra (Land) de los anglos (Engle)”. Dos estirpes germánicas a las que siglos más tarde se añadiría otra rama del tronco germánico, decisivo en la configuración de Gran Bretaña: los normandos, que llegaron victoriosos con Guillermo el Conquistador.

74.-Cabría añadir que entre los germanos que destruyeron Roma y su civilización figuraban asimismo los francos, que fueron quienes, con el mítico Clodoveo al frente, crearon la nación francesa, que por eso lleva su nombre: Francia, “tierra de los francos”. Todos ellos –anglos, sajones, francos, como también godos, vándalos, borgoñones y lombardos– formaron parte de la llamada “invasión de los bárbaros”, que puso fin al ya decadente Imperio romano y comenzó a crear las bases de una nueva cultura, de un mundo nuevo y vigoroso: la Europa medieval.

75.-Contradiciendo a Russell, cabría decir, incluso, que los bárbaros o germanos que tuvieron menor participación en la caída y ruina del Imperio romano fueron precisamente los antepasados teutónicos de los actuales alemanes (turingios, bávaros, alamanes, cuados, marcomanos, semnones, cimbrios, lugios, queruscos, rugios, etc.), pues permanecieron en su patria, en las tierras boscosas que constituían su hogar, la actual Alemania, sin invadir ninguno de los territorios que formaban parte del Imperio romano (las Galias, Britania, Hispania, Italia, etc.), como sí hicieron por el contrario anglos, sajones, francos, lombardos o godos. Más bien sucedió al revés: fueron ellos, los habitantes de la antigua Germania, quienes sufrieron los ataques de las legiones romanas, que trataron de invadirlos y sojuzgarlos en repetidas ocasiones, al igual que ocurrió en otras latitudes con los britanos, los galos, los celtiberos o los dacios.

76.-Pero volviendo al tema que nos ocupa, el colmo de semejante obsesión por hacer recaer sobre Alemania la culpa de las dos guerras mundiales es que tal consigna criminalizadora haya sido inculcada con éxito, imprimiéndola casi a fuego de manera indeleble, en el alma del pueblo alemán. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, tras una vejatoria labor reeducadora y un intenso lavado de cerebro y de carácter, el pueblo alemán ha asumido ese mensaje propagandístico, aceptando y cultivando la mala conciencia derivada del mismo, lo cual le lleva a autoinculparse de los cruentos y trágicos conflictos que asolaron el continente europeo, considerándose un pueblo malvado con malvados dirigentes, una nación con instintos sanguinarios que ha creado enormes problemas y sufrimientos al mundo. Desde 1945 la autoflagelación se ha convertido en la principal ocupación de los políticos e intelectuales alemanes, tanto de izquierdas como de derechas.

77.-Así, por ejemplo, hemos visto estupefactos cómo una reciente película alemana titulada “Sarajevo, das Attentat” (producida en Austria, en 2014, por Andreas Prochaska) intenta presentar el atentado de Sarajevo como el resultado de una bien urdida conspiración alemana. Se sugiere, de forma tan sibilina como torticera, que el magnicidio que costó la vida al heredero de la Corona austro-húngara y que desencadenaría la guerra, fue planeado y ejecutado hasta el menor detalle por los servicios secretos alemanes para lanzar a Austria-Hungría contra Serbia. En la película, el policía que investiga los hechos –que, para no perder ningún mensaje subliminal, es un judío serbio– acaba descubriendo que todo ha sido una manipulación muy bien urdida por el belicismo del Káiser alemán para acabar con el pueblo serbio, que supone un obstáculo para sus planes de expansión territorial en el Este de Europa. No se podía imaginar una trama más inicua ni más rocambolesca.

78.-El antes citado John Bowle, en su “objetivo” e “imparcial” resumen de la Historia de Europa, pone el dedo en la llaga al aseverar que Europa, desde mediados del siglo XIX hasta la Segunda Guerra Mundial, “estuvo crecientemente aterrorizada por el militarismo prusiano”, “una situación sin precedentes desde la Edad oscura (the Dark Ages)” –se supone que quiere decir desde de la Edad Media–, situación violenta que ha resultado “desastrosa para la civilización”. Por dos veces Europa, continúa Bowle en su penetrante análisis, ha estado al borde de la catástrofe por culpa de Alemania, la cual “a la larga acabó exasperando a la mayoría de la Humanidad, haciéndole tomar la decisión de poner fin a esta terrible y recurrente amenaza”.

79.-Como no podía menos de ser, el dogma de la culpabilidad alemana en el desencadenamiento de la Primera Guerra Mundial –y, por supuesto, también de la Segunda, su continuación, con la consabida soflama de “las dos veces” en que el Mundo se ha visto amenazado por Alemania– reaparece, y con contundencia inusitada, en la propaganda comunista. En un texto oficial de la extinta DDR (la RDA, República Democrática Alemana, la Alemania comunista surgida tras la Segunda Guerra Mundial, con la división de la nación alemana en dos estados), se atribuye el estallido de la Gran Guerra del 14 al “imperialismo kaiseriano alemán”. El citado texto explica que “el capital monopolista alemán y los militares y políticos vinculados a él exigieron con singular agresividad una redistribución del mundo a su favor”; por eso “fueron ellos los principales responsables de la Primera Guerra Mundial (1914/18), que ocasionó sufrimientos y desventuras indecibles al pueblo alemán y a otros muchos pueblos”. Con el típico esquema marxista de la lucha de clases, el documento comunista aludido añade que, recurriendo a “la instigación chovinista del pueblo” y “esgrimiendo la mentira que los alemanes tenían que defenderse contra <un mundo de enemigos>”, en la Alemania imperialista y capitalista del Káiser “las clases dominantes engañaron a millones de personas” para conducirlos a la guerra. Los dirigentes comunistas alemanes vieron con agudeza tal maniobra y se rebelaron contra semejante monstruosidad: “explicaron a las masas el carácter criminal de la guerra imperialista iniciada por Alemania y la culpabilidad de sus clases dominantes”. Afortunadamente, tras la Segunda Guerra Mundial, “provocada por el régimen más bárbaro que hasta entonces había conocido la Humanidad”, el nazi hitleriano, y gracias a la victoria de la Unión Soviética en 1945, “el Reich alemán imperialista, cuyas clases dominantes se aprestaron dos veces para conquistar la hegemonía mundial, dejó de existir para siempre”.

80.-Las citas de este tenor podrían multiplicarse indefinidamente. Lo que nos lleva a concluir que no nos hallamos precisamente en una era en la que imperen la objetividad, la ecuanimidad y la honradez intelectual. En estos tiempos de oscuridad y desprecio a la verdad, la Historia ha sido desplazada y sustituida por la histeria. La visión histórica –que ha de estar sustentada en la verdad– ha cedido el terreno a una visión histérica que acaba deformándolo todo, desgarrando la realidad e impidiendo ver con claridad los hechos sobre los que habría que meditar serenamente. Esta visión histérica, aberrantemente partidista, fanatizada, llena de rencor y odio (odio no sólo al enemigo, sino también y sobre todo a la verdad), sea cual sea el campo o bando que la sostenga, está en los antípodas de la Sabiduría.

81.-Sobre la Segunda Guerra Mundial no hablaremos aquí, pues no es éste el momento para tratar este tema tan complejo y delicado, tan embarrado y enturbiado por la propaganda, en el que intervienen otra serie de factores, muy distintos a los que se dan en 1914 y en cuyo análisis no podemos entrar ahora. Bastará de momento con tener en cuenta, como vamos a ver a continuación y como reconocen la mayoría de los historiadores, políticos y pensadores, que en la Primera Guerra Mundial, y sobre todo por la forma tan injusta, abusiva y brutal como se concluyó, están los gérmenes de la Segunda Guerra Mundial, que no fue sino su continuación.

82.-Cuando en la actualidad los periodistas y comentaristas políticos –esas especies que hoy tanto abundan– quieren mostrar el peligro que constituyen determinados líderes y movimientos políticos de diversos países europeos, a los que califican generalmente de “populistas”, suelen decir que son semejantes a “los que provocaron las dos guerras mundiales que asolaron Europa”, esta Europa que luego ha costado tanto reconstruir. ¿Y quiénes fueron tales ocasionadores de tan terribles guerras y tan descomunales destrucciones? Los vencidos, obviamente. Las naciones, los líderes y las ideologías o los movimientos políticos que perdieron la guerra. Y lo más llamativo es que nadie se extraña de tales planteamientos, sino que los admite y asume como algo irrefutable, dando por supuestas las premisas en que se basan.

83.-¿No llama la atención esta unanimidad a la hora de atribuir a las potencias derrotadas en las dos guerras mundiales la responsabilidad y la culpa de la monstruosidad que supusieron ambos conflictos, así como de todos los destrozos y crímenes que en ellas se produjeron?

84.-Que haya podido imponerse de forma masiva y generalizada una visión tan pueril, tan simplista y absurda, es una clara muestra del descenso que ha sufrido el nivel intelectual en la sociedad y la civilización actuales, que tanto presumen de estar sumamente ilustradas, avanzadas al máximo en el campo del conocimiento, de la información, de la intelectualidad y de la racionalidad (se afirma, pomposamente y con orgullo, que estamos en “la era del conocimiento”). El avance de la estupidez, de la imbecilidad, de la ignorancia, de la incultura, de la vulgaridad, de la insensatez y de la demencia colectiva resulta preocupante. Nos topamos aquí con un síntoma bien patente de lo que algunos autores han llamado “la crisis de la inteligencia” o “la decadencia de la sabiduría”. Un tema éste que ya hemos tratado en otras ocasiones, siendo un rasgo típico del Kali-Yuga.

85.-Únicamente en una época caracterizada por un creciente infantilismo, por una cada vez más acentuada superficialidad y banalidad, por un progresivo eclipse de las más altas facultades de la mente humana y por un avance de la necedad y la idiotización de las masas, como esta en que nos encontramos, podía imponerse un esquema tan burdo, tan irracional, tan neciamente partidista y tan ridículamente maniqueo. Para hacer todo esto posible, a ese progresivo infantilismo y ese descenso de la inteligencia se añade un conformismo, un servilismo y una docilidad borreguil que van muy en consonancia con la masificación imperante en la sociedad actual, y sin los cuales no sería concebible la alarmante y generalizada idiotización o cretinización de la población (incluidos los intelectuales y los sesudos pontífices guiadores de la opinión pública). Si se analizan de forma más profunda, objetiva, imparcial y ecuánime los hechos y acontecimientos históricos que ahora nos ocupan, se comprueba lo insostenible que resulta tan superficial, manipuladora y sectaria interpretación.

86.-El mito de la culpa alemana en el desencadenamiento de las guerras mundiales es una patraña inasumible. Si se quiere entender el hondo y trascendental significado de fenómenos históricos tan decisivos y tan trágicos, hay que ir más allá de los dogmas oficiales, de los tópicos y lugares comunes repetidos hasta la saciedad por los medios de adoctrinamiento de masas. Hay que partir de una postura de radical honestidad intelectual, de búsqueda incondicional de la verdad, guiados siempre por la luz de la Sabiduría y por la mirada penetrante que sobre la realidad arroja la cosmovisión sagrada de la Filosofía Perenne.

87.-En vez de regodearnos en lo bien que estamos actualmente gracias a la victoria de “los buenos” en 1918, en lo libres, felices y fuertes que somos ahora después de habernos librado de las fuerzas tiránicas que nos oprimían o nos amenazaban, las tres fechas que hemos conmemorado recientemente –la de 1914, la de 1918 y la de 1919–, tres fechas que acabaron por sellar la definitiva decadencia de Europa, deberían invitarnos a meditar sobre el destino de Europa y de Occidente, sobre el futuro de la civilización y la cultura europeas, hoy día hundidas en una crisis sin precedentes, amenazadas y asediadas por negros nubarrones. Negros nubarrones que amenazan también al resto del mundo y que no son sino la consecuencia y el fruto amargo de aquella catástrofe tan irresponsablemente atizada, alimentada, propiciada o desencadenada por quienes ahora gesticulan y se pavonean como héroes de la paz, la justicia y la libertad, presumiendo de su victoria y paseando por la escena mundial sus aires triunfales.

88.-Aquí, como ya antes apuntábamos, nos vamos a fijar un doble cometido, que resulta indispensable y sumamente necesario hoy día y que nos esforzaremos por cumplir con el mayor rigor:

1) descifrar el significado simbólico de tales acontecimientos históricos —el estallido de la Gran Guerra y su terminación con un ominoso “tratado de paz”–, tratando de descubrir su sentido profundo desde una alta perspectiva espiritual y doctrinal, así como desentrañar el mensaje que tales hechos encierran para la Europa, el Occidente y la Humanidad actuales; algo de lo que prescinden –me refiero en especial a la cuestión capital de la significación simbólica de los hechos históricos– los historiadores actuales, no digamos los periodistas, políticos, intelectuales, ideólogos y demagogos que nos adoctrinan sin cesar, ciegos guiando a otros ciegos;

2) detectar cuáles fueron las verdaderas causas y quiénes fueron los auténticos responsables de la tragedia, descubrir y señalar con la mayor claridad posible las fuerzas, los núcleos de poder, las ideologías y las corrientes de ideas que desencadenaron esa espantosa carnicería (yendo, por supuesto, más allá de los enfoques y las interpretaciones que nos ofrece la propaganda).

89.-Este último punto resulta especialmente importante, si hacemos caso de los mensajes de la propaganda, pues ella misma, al referirse a las dos guerras mundiales, nos insiste una y otra vez en la importancia de buscar y reconocer las causas de dichos conflictos, señalar los males que los provocaron y descubrir a los responsables o los culpables de lo acontecido, para evitar que tales hechos vuelvan a repetirse en el futuro. Ese “evitar que esto vuelva a repetirse” es el mantra persuasivo que el todopoderoso aparato propagandístico de los vencedores repite sin cesar. Claro que eso no se consigue ocultando, deformando o triturando la verdad (como hace sistemáticamente la propaganda), ni tampoco demonizando a los vencidos y atribuyéndoles todas las culpas y todos los crímenes, reales o inventados, que hayan ido asociados o guarden relación con tales conflictos.

90.-Aquí no nos proponemos un objetivo tan ambicioso, como ese que pregona y se propone tan bienintencionadamente la propaganda, de evitar que vuelva a suceder lo que lamentablemente sucedió en el pasado y no debería haber sucedido. Un propósito tras el que se oculta la manipulación de las mentes y las conciencias, necesaria e inevitable para conseguir tal objetivo.

91.-Nuestro propósito es mucho más modesto. No pretendemos evitar que vuelvan a repetirse en el futuro determinados sucesos lamentables y luctuosos, cosa que no está en nuestra mano (carecemos del poder necesario para ello, así como de cualquier pretensión mediatizadora o controladora de las mentes). Nos limitamos a tratar conocer con claridad y a fondo los graves hechos acaecidos, interpretarlos y entenderlos de forma cabal, inteligente y ecuánime, sin presiones interesadas o manipuladoras; penetrar en el sentido y significado de lo acontecido (captar el mensaje que aporta o trasmite), y, por supuesto, extraer las consecuencias pertinentes. Se trata, sobre todo, de una cuestión de conocimiento, de comprensión y de actitud o postura tomada con libertad, con consciencia y a conciencia, con todas sus consecuencias.

92.-Digamos, por último, en relación con una de las efemérides que conmemoramos, que el Tratado de Versalles, con el que se cierra la Primera Guerra Mundial y sobre el que más adelante hablaremos, es la muestra definitiva del auténtico carácter de dicha contienda y de lo que en ella estaba en juego. Al igual que ocurre con otros conflictos bélicos (como por ejemplo la Segunda Guerra Mundial), la manera como termina la Gran Guerra, con la injusta, inicua y violenta forma tanto política como diplomática de cerrar o sellar su fin, resulta tan importante, tan reveladora, tan cargada de significado y de un hondo mensaje, como la manera como esa misma guerra comienza, con las causas directas o indirectas que la desencadenaron.

93.-La forma como termina una guerra nos ayuda a interpretar su verdadero significado desde una amplia, alta y profunda perspectiva espiritual. Los detalles que rodean su fin en los más diversos planos (militar, político, económico, jurídico, étnico, social y cultural) nos proporcionan elementos sumamente valiosos, y muy reveladores, sobre las motivaciones reales, a veces inconfesadas e inconfesables, que movían a las potencias que intervinieron en la guerra, y de manera especial a las potencias que resultaron ganadoras en la misma.

94.-Así, por ejemplo, el comportamiento de los vencedores y el tratamiento dado a los vencidos, su crueldad o su clemencia, su actitud respetuosa o infame y criminal, con el inmenso valor simbólico que en sí encierran todos estos hechos, posturas y actitudes, arrojan una gran luz sobre la realidad que tenemos ante nuestros ojos, luz sumamente reveladora que ya nadie podrá ocultar ni apagar por mucho que lo intente y que nos permite comprender mejor las auténticas razones (o sinrazones) que provocaron, guiaron y agravaron el conflicto, dándole una dimensión mucho grave, honda y trascendente de lo que pudieran pensar sus mismos protagonistas.

                                                                                                                                                                                                                                      Antonio Medrano

[NOTA: En los próximos artículos nos iremos adentrando en los entresijos de la Gran Guerra, su inicio, su desarrollo y su final, profundizando en los factores que están en su origen y en otros muchos aspectos de los que nadie habla, pero que nos llevarán a entender mejor la verdadera significación histórica de dicho conflicto y sus implicaciones o dimensiones más profundas.]

—FUENTE: http://www.antoniomedrano.net

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Centenario del fin de la Gran Guerra (II)

Publicado el 22 de diciembre de 2020 por ahriman33

 Centenario del fin de la Gran Guerra (II)

[Continuamos, tal y como habíamos prometido, las reflexiones que habíamos iniciado en un artículo anterior con motivo del centenario que conmemora el fin de la Primera Guerra Mundial]

Ver la primera parte de este trabajo 

3.- Factores que están en el origen de la Guerra del 14.

01.-Tras haber expuesto varios aspectos de las curiosas, ridículas, mendaces y falsarias visiones que la propaganda nos ofrece sobre la Gran Guerra, sus orígenes y sus principales protagonistas, aspectos que nos permiten tener una visión más clara y objetiva del conflicto, vamos a analizar algunos de los factores más importantes que intervinieron no sólo en el desencadenamiento de la guerra, sino también en su preparación, ya desde años atrás, así como en su desarrollo y finalmente en su conclusión, con la derrota de los Imperios centrales.

02.-Los elementos que configuran el ambiente que hizo no sólo posible sino inevitable la Gran Guerra son múltiples y muy diversos. Algunos de ellos suelen ser olvidados por completo en las reflexiones y los análisis, tan superficiales como demagógicos y lacrimógenos, a que estamos acostumbrados. Hay que tener en cuenta que una pieza o factor que hacía que dicha guerra fuera inevitable es el hecho de que era vehementemente deseada, desde tiempo atrás, por algunos de sus protagonistas, como luego veremos.

03.-Aquí será necesario analizar no sólo las fuerzas que provocaron la guerra y las causas que la produjeron, aquellos núcleos de poder que intervinieron en el desencadenamiento del conflicto, sino también aquellos otros poderes y fuerzas que, aunque no estuvieron presentes en el inicio de las hostilidades, sí tendrían más tarde un papel decisivo en el desarrollo de la misma y en su desenlace final. Piénsese, por ejemplo, en la intervención de los Estados Unidos.

04.-Lo que aparece claramente ante nuestros ojos, cuando tratamos de ver las causas de esta horrenda y descomunal carnicería en la que se vieron implicadas las más diversas naciones, es un brutal estallido de odio. Una hoguera de odio cuyos rescoldos siguen vivos en nuestros días, a pesar de toda la fraseología de una propaganda mendaz que proclama justo lo contrario y de los mensajes de la ideología dominante, que se ufana de ser la máxima y más perfecta potencia reconciliadora, pacificadora y unificadora del mundo, con sus maravillosos planes de hermandad entre los pueblos y las naciones. La realidad está muy lejos de lo que difunden tales mensajes, pues dicha ideología, con sus distintas vertientes o variantes, muchas veces opuestas entre sí, no hace sino difundir el resentimiento, la malevolencia y el fanatismo. Desde finales del siglo XIX y principios del XX los negros nubarrones del odio y el rencor comienzan a extenderse sobre los cielos del Viejo Continente. Su fruto amargo sería la Guerra Mundial.

05.-¿Cómo fue posible semejante vendaval de muerte y destrucción? He aquí la pregunta que se hace todo el mundo. Se han intentado muchas explicaciones, algunas de ellas muy acertadas y profundas, otras, falaces, deformadoras y falsificadoras de la realidad. Entre las primeras, las más certeras, las que nos pueden ayudar a ver e interpretar con más claridad los hechos, no están, desde luego, las que presenta e inculca la propaganda, las cuales han de ser incluidas en el segundo grupo. Intentaremos aquí ofrecer una visión lo más ajustada posible a la realidad de los hechos, recogiendo lo mejor de los análisis que han hecho las mentes más preclaras de Europa.

06.-Veamos, en una rápida y concisa ojeada, los elementos que resultan decisivos en la génesis de la Guerra del 14, para luego analizar más detenidamente algunos de ellos. Entre las fuerzas que coadyuvan al desencadenamiento de esta inmensa tragedia europea y mundial, y que jugarán asimismo un importante papel en las diversas vicisitudes de la misma, en su evolución y su final, cabe destacar los siguientes: 1.- el nacionalismo; 2.- el industrialismo y el racionalismo economicista; 3.- la influencia de las ideologías, y más concretamente la ideología democratista.

1) El nacionalismo, que alcanza su máxima exacerbación a finales del siglo XIX y comienzos del XX. O, para expresarlo con mayor precisión, los nacionalismos, pues son las actitudes nacionalistas de las naciones más poderosas del Viejo Mundo, del Continente europeo, las que van a encender la mecha, haciendo que choquen violentamente entre sí. El germen y la causa más directa y visible de la guerra está en las diversas naciones europeas, en todas y cada una de ellas, que han sido infectadas por el virus nacionalista, el cual, con sus miedos y sus ambiciones, se ha apoderado de su alma y las ha convertido en potencias llenas de animadversión y odio, inclinadas a la violencia contra todo aquello que ponga en peligro o se oponga a lo que tal veneno nacionalista, particularista, individualista, fanático y sectario, considera sagrado: el poderío nacional.

Esto es lo primero que salta a la vista, incluso en un análisis superficial: la obsesión de cada nación por expandirse al máximo, por apoderarse de otros territorios con los que aumentar su poder o por mantener su posición de predominio y hegemonía. En otras palabras, su decidida voluntad de afirmarse a toda costa, de superar en fuerza y potencia a las otras naciones y de anular a aquellas que considere más peligrosas para sus intereses. En algunos casos también su afán de venganza y de revancha, o en otros casos el propósito de defender el status ya alcanzado y que se ve seriamente amenazado. Es algo que impregnaba el ambiente en los comienzos del siglo XX, constituyendo el trasfondo de la llamada Belle Époque.

En los años anteriores a 1914 la relación entre las naciones europeas es sobre todo una relación de antagonismo, rivalidad, animosidad y enemistad. El veneno nacionalista se extiende por doquier y da lugar a un continuo enfrentamiento entre los pueblos de Europa, buscando cada uno cómo sobresalir por encima de los demás, cómo conseguir más poder frente a ellos, cómo defenderse o prepararse más eficazmente para el ataque y cómo arruinar o derrotar a sus enemigos.

Aunque sin querer entrar ahora con detalle en el tema, hay que distinguir entre patriotismo y nacionalismo. Es algo fundamental para comprender mejor la gravedad y anormalidad de la situación de Europa en 1914. El patriotismo es el amor a la propia patria, que lleva consigo el respeto a los otros pueblos y naciones, así como el amor a aquellos principios, valores y realidades que están por encima de la propia patria y le dan sentido, mostrándole un camino y un destino. El patriotismo es una fuerza constructiva, de alto sentido moral, indispensable para la construcción de un sano, justo y sólido orden internacional; esto es, para una convivencia pacífica y fructífera entre las naciones, los pueblos y las culturas.

El nacionalismo, por el contrario, es el individualismo de las naciones, el culto egocéntrico que un pueblo se da a sí mismo, la absolutización o idolatría de la nación y lo nacional, considerados como valores absolutos, por encima de los cuales no hay nada. Una actitud o postura que está más bien inspirada por la desconfianza y la aversión al otro, a la nación o las naciones que se tiene al lado o enfrente, las cuales son consideradas como el enemigo contra el que hay que estar siempre en guardia, cuya simple presencia se siente como una continua amenaza, debiendo por tanto hacer todo lo posible para poner fin a su elevación, prosperidad y poderío.

Mientras el patriotismo ve en las otras naciones o patrias realidades valiosas con las que es posible, deseable e incluso obligado hermanarse para constituir una comunidad de rango superior en la cual todas se integren solidariamente para constituir una unidad de destino (la gran construcción del Imperio como comunidad supranacional), el nacionalismo ve al resto de las naciones bien como objetos para su expansión o para ser absorbidos y sometidos (sobre todo, si son pequeñas, débiles o no demasiado poderosas), bien como enemigas que hay que vencer y aplastar o destruir sin miramientos (si son especialmente grandes y fuertes). El nacionalismo viene a ser una degeneración y corrupción del patriotismo.

En el centro de la actitud nacionalista está la visión de la propia nación como si fuera el centro del mundo, situada frente al resto de las naciones, en una pura relación de poder, de influencia y de intereses egoístas. Por eso decimos que es un fenómeno egocéntrico: el ego colectivo nacional emplazado señorialmente en el centro de todo, y todo lo demás a su servicio. A ello se añade la convicción de que nuestra nación debe estar muy por encima de las demás naciones y gozar de prioridad sobre ellas, las debe aventajar en fuerza, tamaño y poder, debiendo todas ellas rendirle pleitesía y reconocer su alta dignidad.

El nacionalista está firmemente convencido de que su nación es la mejor del mundo. La más perfecta, la más noble, la más justa y justiciera, la de más excelsa cultura, la que posee la lengua más pura y hermosa. Quien niegue o ponga en duda tal evidencia se convierte automáticamente en enemigo. Nada ni nadie podrá sacarle de esa idea. Y, por supuesto, su nación sólo tiene derechos, no deberes. El Derecho y la Justicia están siempre de su parte. Su patria tiene siempre razón, frente a la sinrazón de los demás. Su comportamiento está en todo momento justificado, es justo y legal sin sombra de duda. Son las otras naciones las que cometen injusticias y atropellos, de las cuales es víctima propicia su nación en más de una ocasión.

Es consustancial al nacionalismo la preocupación maniática por el engrandecimiento nacional, algo que viene a ser como una idea fija del ideario nacionalista: engrandecimiento por un lado material en territorios, en población, en medios y recursos (absorbiendo y sometiendo incluso por la fuerza elementos de población extraños); engrandecimiento también en fama, prestigio, autoridad y soberanía, con el reconocimiento del resto del mundo, lo cual se plasma en el puesto que la nación consigue ocupar en el orden mundial.

Semejante postura genera un clima de crispación, enfrentamiento y hostilidad del que no puede surgir nada positivo ni constructivo. Antes al contrario, prepara el terreno para los peores estallidos de violencia y crueldad, como ya ha demostrado la Historia en multitud de ocasiones. El nacionalismo es de por sí un sentimiento inmaduro, agresivo, rencoroso, fóbico y acrimonioso (hecho de acrimonia, de acritud, aspereza y desabrimiento). Allí donde aparece y se extiende introduce siempre la desunión, la desavenencia, la división y la discordia. Y en último término, como caso extremo, la guerra.

Y hablamos de “sentimiento” porque el nacionalismo, fruto sobre todo el movimiento romántico y de su frenesí irracionalista, consiste sobre todo en un arrebato sentimental, irracional, fuertemente emotivo y volitivo. El nacionalismo es puro sentimentalismo, apasionamiento sin límites, emotividad y vehemencia, pasión acalorada y desmedida, no precisamente muy iluminada por la razón. En el nacionalismo es el pathos, y no el ethos, el factor decisivo.

Como no podía menos de ser, el nacionalismo siembra la fobia y el rencor en las relaciones internacionales. También en las intranacionales, esto es, en las relaciones que se dan dentro de una misma nación, cuando un grupo, segmento o región, basándose en unos u otros motivos (la lengua, la raza, la cultura, la idiosincrasia étnica, la religión, ciertas peculiaridades históricas y folclóricas, o cualquier otro pretexto o rasgo diferenciador), decide separarse de la nación de la que forma parte, o así tratan de hacerlo determinados grupos dirigentes, tal vez minoritarios, adoptando una política secesionista o separatista. Dicha política separatista llega al extremo de inventar una historia falsa para justificar la secesión. Ni que decir tiene que tal separatismo puede, a su vez, ser estimulado o azuzado por una potencia exterior para debilitar a la nación rival o enemiga. Es, sin ir más lejos, lo que Francia intentó hacer en numerosas ocasiones en su enfrentamiento con sus vecinos y adversarios, como España y Alemania.

Para entender mejor el fenómeno histórico que estamos considerando, hay que tener en cuenta que varios de los países implicados en la contienda, que intervinieron en ella desde el inicio o que formaban parte de las alianzas que prepararían el estallido bélico, habían nacido recientemente como tales naciones: Serbia consiguió su independencia en 1878, sacudiéndose la opresión otomana; Alemania logró su unidad en 1871, tras la derrota de Francia en la Guerra Franco-prusiana, con la creación del Segundo Reich; Italia llegó a ser una nación unificada en 1870, como consecuencia de las guerras y maniobras militares, políticas y diplomáticas que jalonaron el Risorgimento, una vez conquistados por los piamonteses de Cavour y Víctor Manuel II los Estados Pontificios, los dominios territoriales del Papa, con Roma su capital.

Estas recientes incorporaciones al concierto de las naciones van a generar numerosos problemas. Tan súbita irrupción en el escenario histórico de las nuevas naciones hace que se encienda y exalte en ellas el sentimiento nacionalista, al ver abiertas ante sí las puertas para su afirmación en el tablero de la política mundial. Pero las naciones mucho más antiguas, como Francia e Inglaterra, que tienen ya un gran poderío, con un extenso imperio colonial, no están dispuestas a facilitar el acceso de los nuevos advenedizos (y especialmente uno de ellos, la Alemania unificada) y no tienen la menor intención de compartir con ellos ni el poder ni el protagonismo histórico y político de los que hasta ahora han disfrutado (entre otras cosas, por ejemplo, la posesión de amplios territorios en otros continentes, ricos en materias primas).

En 1914 el furor nacionalista se inflama y explota con tal fuerza en las distintas naciones que divide y destroza a la misma Internacional socialista: en su seno surgen tensiones que la desgarran como nadie antes podía haber imaginado. Muchos de sus miembros dejan a un lado el ideal internacionalista, con sus convicciones pacifistas y su aspiración a la revolución mundial por encima de las fronteras, para abrazar con entusiasmo la causa de su patria en la guerra que acaba de estallar. El ímpetu belicista se apodera de las masas proletarias que dan la espalda a sus líderes socialistas. A consecuencia del furor nacionalista, el célebre líder socialista francés Jean Jaurès será asesinado por sostener una postura de radical pacifismo que los franceses entusiasmados con la guerra consideran una posición cobarde, traidora y antinacional.

Otro ejemplo de las consecuencias que acarrea esta oleada nacionalista es la postura de la Masonería alemana, que rompe sus relaciones con la Gran Logia Unida de Inglaterra, la Gran Logia Madre. El ideal internacionalista de la Francmasonería hace también agua y se viene a pique ante la oleada de frenesí nacionalista que alcanza su punto álgido en 1914 llevándose por delante todos los ideales, conceptos y valores que antes se consideraban sacrosantos.

2) El industrialismo, el capitalismo, el racionalismo y el activismo economicistas. El sistema liberal-capitalista, que presume de ser la cima de la evolución racional de la Humanidad, configura un clima de industrialización frenética y de competitividad extrema entre las naciones. Todas ellas se hallan dominadas por la veneración idolátrica de la economía, del bienestar y el progreso materiales, de la técnica y la industria, del capital y las finanzas; en suma, la entronización del poderío económico. Lo que Quevedo llamaba “el Dinerismo”.

La obsesión por el desarrollo económico, por el avance de la técnica, por la producción industrial y por la explotación de los recursos se impone por doquier, pues se ve en ello la capacidad para sobrepasar a las naciones rivales y vencerlas en caso de conflicto. Ese fanatismo industrialista, esa preocupación por los métodos productivos y fabriles a gran escala, provoca tanto la búsqueda de nuevos mercados, en los que vender la producción nacional, como la necesidad de obtener materias primas, lo cual obliga a conquistar colonias o territorios ricos en recursos naturales que suministren a la economía y la industria nacionales esas indispensables materias primas, ese combustible que necesita para poder funcionar.

Se desata y aviva hasta el paroxismo la ambición material, la rivalidad comercial y económica, la necesidad imperiosa de conquistar nuevos mercados. Entran aquí en juego de manera decisiva la insaciable avidez de poder, el ansia de dominio sobre el mundo, el culto al dinero y a la economía, la fe en el progreso material, la lucha por las materias primas necesarias para mantener en marcha y hacer avanzar el sistema productivo industrial.

Rabindranath Tagore, el gran poeta indio, ponía el dedo en la llaga cuando, refiriéndose al ambiente que hizo posible la Primera Guerra Mundial, subrayaba la situación monstruosa que habían creado las naciones occidentales alargando y aumentado fuera de toda medida “sus tentáculos de maquinaria”, su industria invasora y su obsesión mercantil. A consecuencia de ello, advertía, “el hombre completo” (the complete man) va recluyéndose y retirándose cada vez más, “para dejar sitio al hombre político y comerciante, el hombre de propósito limitado (the man of limited purpose)”. El lado humano va quedando eclipsado “bajo la sombra de una organización sin alma”, que únicamente se interesa por el poder político y económico. Todos, clamaba el vate bengalí, “hemos sentido sus garras de hierro en la raíz de nuestra vida”. En la moderna civilización industrializada y mercantilizada los hombres se han convertido en “marionetas que no buscan más que hacer dinero y hacer la guerra (war-making and money-making puppets), ridículamente orgullosas de la lamentable perfección alcanzada por sus mecanismos”.

Por otro lado, debido al ansia de revancha, de avance, de ataque y de defensa, de expansión o de conquista que despierta el nacionalismo, se intensificará al máximo el impulso industrializador, pero esta vez orientado a la guerra, a la producción de armas y pertrechos militares. La fascinación por los progresos en la racionalización industrial y las técnicas de producción masiva conducirá a un crecimiento exponencial de la industria bélica, con la consiguiente carrera armamentística entre las principales potencias europeas. Recuerdo un libro publicado durante los primeros años del siglo XX que cayó en mis manos durante mi infancia, por hallarse en la biblioteca de mi familia, y que portaba el significativo título “Las naciones se han airado” (es decir, están llenas de ira), título que no hace sino recoger una frase del Apocalipsis. En él se daba cuenta con alarma y temor de las nuevas armas con las que se estaban pertrechando las naciones más modernas (aunque hay que reconocer que, hoy día, la mayoría de las fotografías incluidas en las páginas de dicho libro, desde rudimentarios aviones, dirigibles y zepelines a cañones, ametralladoras y vehículos blindados, nos causarían risa por tratarse de armatostes que no parecen nada impresionante ni demasiado eficaces desde el actual punto de vista militar).

Ninguna nación se libra de este aguijón venenoso que excita las peores pasiones y las más destructivas tendencias de los pueblos y de sus minorías dirigentes. El racionalismo de la civilización moderna, ese culto a la razón desvinculada de su fundamento suprarracional y trascendente, lo que acarrea su degradación y perversión, acaba así desembocando en una situación de la más extrema, virulenta y corrosiva irracionalidad.

Como bien explicara y mostrara René Guenón, el racionalismo y el irracionalismo son dos fenómenos aberrantes que, aunque parezcan a primera vista estar en conflicto y de hecho choquen entre sí a menudo, conformando corrientes en pugna violenta, se hallan más entrelazados de lo que pueda percibir una mirada superficial. El racionalismo lleva en el fondo una carga irracional, emotiva o pasional, sentimentalista o emotivista, que estalla en el momento más insospechado. Basta comprobar los impulsos, manías o furores sentimentales que se observan en las biografías de los filósofos racionalistas: por ejemplo, la furiosa hostilidad hacia la religión y hacia todo lo que ellos califican de “superstición”, “fanatismo” o “antigualla obsoleta”.

En esta atmósfera economicista y dinerista habría que considerar también el poder y las maniobras del Capital financiero internacional, un aspecto que está estrechamente relacionado con el punto que analizamos a continuación, pues la Alta Finanza siempre ha tenido, por naturaleza, innegables querencias ideológicas, apareciendo como la abanderada de un progresismo democratista, internacionalista o mundialista.

3) El impacto de las ideologías, fenómeno típicamente moderno que empieza a cobrar fuerza y adquirir un fuerte protagonismo en los albores del siglo XX, y de manera especial el avance arrollador de la ideología progresista, iluminista, laicista, internacionalista y democratista. Dicho con ce otras palabras, la voluntad, la pretensión o la obsesión que se va adueñando de muchos países, de forma casi subrepticia pero arrolladora, por hacer suyos, asimilar y más tarde imponer a nivel universal los esquemas y dogmas de una visión del mundo puramente horizontal, inmanentista, inorgánica, artificiosa y exangüe, aplanadora y uniformizadora, demoledora de cualquier estructura orgánica tradicional.

Un fenómeno que va ligado al politicismo: la importancia cada vez mayor y más invasora de la política, la cual va invadiendo todos los campos y aspectos de la vida social; la fe en la política como si de ella fuera a venir la solución y el remedio para todos los problemas que afligen a los seres humanos. Se constata un crecimiento desmesurado de la política que está inseparablemente unido a la regresión de la religión y la espiritualidad. Una política que, por otra parte, está cada vez más ideologizada. Lo que concuerda con la tendencia histórica y social que acabamos de destacar en el párrafo anterior.

Aunque no siempre resulte visible, al menos en los primeros momentos del conflicto, va a ir creciendo en importancia la acción de aquellas corrientes que pretenden conformar el mundo según sus prejuicios, sus planes utópicos, sus esquemas arbitrarios y sus pseudoprincipios. Se trata de corrientes de pensamiento y movimientos políticos de inspiración subversiva, racionalista, positivista, particularista, individualista, igualitarista y materialista. Son corrientes ideológicas que, manejando una hermosa fraseología de tolerancia, igualdad, democracia, respeto a los derechos humanos, humanismo radical (endiosamiento del hombre), fraternidad sin fronteras y paz universal, siembran el odio, el rencor, la animadversión, el resentimiento, la violencia y el vandalismo, siendo capaces de las más brutales crueldades y monstruosidades para acabar con sus enemigos, y poniendo en práctica con especial fruición una feroz política de venganza, depuración y represión cuando alcanzan la victoria en su lucha por el poder, llegando incluso al genocidio y al exterminio de cientos de miles de seres inocentes e indefensos.

La vida europea va siendo minada por un radicalismo que recoge todos esos virus letales y los expande por doquier con un impulso fuertemente fanatizado como si se tratara de un nuevo evangelio redentor. Alcanzan así su máximo auge ese racionalismo, ese positivismo, ese particularismo, ese individualismo y ese materialismo que están en la raíz de la crisis de la civilización occidental. Fenómenos todos ellos que suponen la negación de los principios universales, de índole espiritual y trascendente, que son los únicos que pueden asegurar el orden y la paz tanto a nivel nacional como internacional.

Aunque pueda parecer una contradicción, dado el fuerte impacto que en ese momento histórico tienen las corrientes nacionalistas, no puede perderse de vista la soterrada proyección mundial o mundialista, internacionalista, que tiene la ideología progresista, democratista y jacobina que jugará un papel decisivo en el desencadenamiento de la Gran Guerra. Se trata, en gran medida, aunque se mezcle con otras tendencias muy dispares (como, por ejemplo, el nacionalismo monárquico y antidemocrático de Charles Maurras), de un nacionalismo de inspiración revolucionaria que desearía ver instaurados a nivel mundial sus ideales y quimeras.

Este progresismo de clara influencia masónica (de la peor Masonería, la de orientación modernista, profana, subversiva y antitradicional) siente un odio visceral hacia las estructuras tradicionales, feudales, orgánicas, comunitarias, con hondas raíces históricas y religiosas, que subsisten en Europa. Y, por consiguiente, está movido por una fuerte tendencia antiimperial, que es también antigermánica. Los Imperios centrales, el alemán y el austro-húngaro –con sus instituciones que vienen de siglos atrás, su jerarquía, su capacidad para armonizar unidad y diversidad, los lemas de sus estandartes (con solemnes referencias a Dios), su insistencia en el honor y la lealtad dinástica, los lazos emotivos y morales que unen el conjunto dándole una gran cohesión–, los ve la mentalidad progresista no sólo como una decrépita y molesta herencia medieval, un estorbo ya inservible, sino también como un peligro siempre amenazante, un monstruo hostil que hay que destruir y eliminar de raíz.

El odio dirigido contra la idea imperial, como orden sacral constituido por una comunidad supranacional, se ve alimentado por dos principales factores presentes en la ideología progresista que se ha ido imponiendo en la Europa de principios del siglo XX: se la considera, por un lado, antidemocrática, la negación misma de los sacrosantos principios democráticos, no siendo compatible con la inspiración individualista, igualitarista, inorgánica y uniformizadora de la ideología democratista; y, por otro lado, por su misma naturaleza supranacional, la idea imperial va radicalmente en contra de todo el clima mental y sentimental del nacionalismo (o si se prefiere, del particularismo nacionalista, cuyas raíces se remontan a la Baja Edad Media, en la rebeldía contra el Imperio de muchos centros locales de poder en determinadas regiones de Europa). .

Como abanderada de tal ideología progresista y democratista, niveladora y desintegradora, aparece en primer lugar la Francia republicana, laicista y masónica. Esta Francia jacobina, heredera directa de la Revolución Francesa, con su hostilidad hacia el oscurantismo y despotismo imperial centroeuropeo, encontrará una excelente aliada en Serbia, la nación eslava de los Balcanes, que está invadida por un nacionalismo exaltado y violento, subversivo, populista y germanófobo, con un fuerte componente antimonárquico y de inspiración casi anarquista (uno de los primeros reyes serbios, Alejandro I, fue asesinado en 1903), y que lleva tiempo incubando un odio furibundo contra el Imperio Austrohúngaro, al que considera opresor de otros pueblos eslavos y aliado de los turcos. Hay que hacer notar que la nación serbia poseía una monarquía (por sus orígenes, sus alianzas y sus vínculos con las fuerzas surgidas de abajo, del inframundo revolucionario) que más bien parecía una regencia republicana o una república coronada.

La propaganda francesa consiguió presentar a Serbia como el pequeño baluarte de la libertad en los Balcanes, siempre amenazado por la ambición imperialista de naciones vecinas mucho más poderosas. Entre Francia y Serbia se estableció una estrecha relación de solidaridad y fraternidad como hermanas en la lucha heroica y sagrada contra la tiranía (l’étendard sanglant de la tyrannie, “el estandarte sangriento de la tiranía”, cantado en la Marsellesa, el himno nacional francés); tiranía que ambos países ven encarnada en las potencias imperiales de estirpe germánica. De acuerdo al mensaje construido e impuesto por la propaganda francesa, atacar o amenazar a Serbia significaba atentar contra la libertad, algo que todas las naciones civilizadas estaban obligadas a evitar por todos los medios, incluso mediante la guerra si fuera preciso.

A este frente antiimperial se unirán después Italia y Rumanía, también animadas por el rencor contra el Imperio austríaco que tiene “sometidos” a núcleos de población tanto italiana como rumana, así como los Estados Unidos, cuyo Presidente, el ingenuo idealista democratizador Woodrow Wilson –no tan ingenuo ni tan idealista como suele decirse– se siente el defensor de la libertad a escala universal. Movido por su mesianismo liberador y democratizante, y espoleado por el grupo radical que le rodea, el Presidente Wilson –con una orientación por otra parte muy americana, dada la mentalidad antimonárquica y antiimperial dominante en el país desde su fundación– siente una especial aversión hacia los Imperios centrales, alemán y austriaco, lo cual le llevará a buscar a toda costa una implicación en la guerra europea. Para Wilson y sus colaboradores o asesores, como en general para el pueblo norteamericano, tanto la idea imperial como la idea monárquica sacral que lleva conexa constituyen un anacronismo, una antigualla opresiva que debe ser erradicada para que el mundo y las naciones puedan vivir en libertad, con felicidad y prosperidad aseguradas. A ojos del Gobierno norteamericano, la eliminación de los Imperios centroeuropeos constituye por tanto un requisito indispensable para el avance del progreso, ese progreso que los Estados Unidos han impreso en sus banderas y constituye su sagrada misión en la Historia.

No faltarán, sin embargo, voces haciendo notar a Wilson que en el bando aliado, hacia el que se inclinan sus simpatías, hay también dos imperios, muy poderosos, con sendas monarquías de larga tradición y con una mayor extensión territorial, superiores en muchos aspectos a los dos imperios germánicos de Centroeuropa, y además con políticas mucho más agresivas y opresivas: el Imperio británico y el Imperio zarista ruso (baste recordar el trato que recibían los judíos en Rusia). Como más de un comentarista lúcido señalará al Presidente yanqui metido a redentor mundial, constituía ciertamente una llamativa incongruencia el mantener una postura de visceral y declarada enemistad hacia dos potencias imperiales, como Alemania y Austria-Hungría, por el hecho de ser tales, y estar dispuesto a ir a la guerra contra ellas para acudir en ayuda de otras dos potencias asimismo imperiales o imperialistas, cuya trayectoria podría resultar cuando menos igual de censurable o criticable.

Y esto, por no mencionar el imperialismo colonialista francés, tan extendido y poderoso en toda África, por muy republicano y democrático que se presentara su Gobierno en la metrópolis parisina. Y, sin ir más lejos, el mismo imperialismo norteamericano, con orígenes más recientes, que se fue extendiendo de modo arrollador por el continente americano y el Pacífico, sobre todo tras sus guerras con España y otros países hispanoamericanos.

En este orden de ideas, no puede desconocerse otra importante corriente internacionalista subversiva, también progresista, que ha tenido siempre un papel relevante en los conflictos bélicos: la internacional capitalista, el mundo del Dinero, de la Banca y las Finanzas. Una internacional obsesionada asimismo con la nivelación universal, con hacer tabla rasa con todo lo heredado del pasado, con socavar identidades y tradiciones que se oponen al “progreso”, y que busca someter a los pueblos y las naciones, reducirlo todo a las leyes del mercado y convertir cualquier realidad en mercancía. Una internacional muy poderosa, expansionista e imperialista, para la cual las monarquías firmemente asentadas y los imperios con fuerte autoridad unificadora –salvo, al parecer, el Imperio británico, que está íntimamente asociado al capitalismo y el poder financiero, habiendo crecido y prosperado ambos al unísono– constituyen un obstáculo para la implantación de su poder omnímodo, despótico y antinacional, sobre los pueblos y las naciones.

Es la sombra siempre acechante de la plutocracia con su aspiración al dominio mundial. Habría que volver a leer, entre otros, el libro del inglés Robert McNair Wilson Monarchy or Money Power (publicado en español con el título “La Monarquía contra el poder del Dinero”). Sobre este tema puede consultarse también la esclarecedora obra del autor ruso George Knupfer The struggle for World Power (“La lucha por el poder mundial”). En ambas obras se ponen de reliévelas turbias maniobras de la Finanza internacional en la política mundial, en la ominosa labor de provocar, encender y financiar guerras y revoluciones.

En la disyuntiva de “la bolsa o la vida”, la plutocracia, con su aspiración siempre internacional y mundialista, sacrifica la vida a la bolsa, da prioridad a la bolsa o el oro sobre la vida, especialmente cuando lo que está en juego es la vida del pueblo explotable y explotado, las vidas de pueblos y naciones. Y si la vida que se inmola, esa sangre que se derrama en los campos de batalla, arrojan, con su cruento sacrificio, grandes beneficios o más sólidas posiciones de poder, mejor que mejor, aunque ello suponga que se pierden cientos de miles de pobres, insignificantes y mezquinas vidas de seres humanos. Para la plutocracia las vidas humanas son una mercancía más, cuyos réditos o rendimientos financieros hay que optimizar al máximo.

Esa internacional del dinero, del oro, de la banca, del capital y las finanzas, ha tenido sus principales plazas fuertes en los países anglosajones, Inglaterra y los Estados Unidos, Londres y Nueva York. En los últimos tiempos sobre todo en el gran país norteamericano, donde tiene su centro o capital mundial: la capital del capital (o de los capitales), la cima de los poderes financieros. Lo cual explica en gran parte la postura de los Estados Unidos en la Guerra del 14.

Ya en los años previos a la contienda, se elevaron numerosas voces alertando sobre las intrigas de la Alta Finanza, siempre interesada en la perspectiva de buenos negocios y horizontes futuros de grandes ganancias que puede ofrecer una guerra. A este respecto, el Cardenal Farley, Arzobispo de Nueva York, advertía en los años previos a la contienda: “La guerra que se está preparando será una lucha entre el Capital internacional y las dinastías reinantes. El Capital no quiere tener a nadie por encima de él, no conoce ningún Dios ni Señor y desearía que todos los estados y naciones se gobernaran como negocios bancarios”.

El mensaje ideológico de tales corrientes democratistas, iluministas, laicistas, jacobinas y niveladoras, socavadoras del orden tradicional y adoradoras del “becerro de oro”, actuaba ya desde hacía mucho tiempo en el subconsciente colectivo de las masas europeas, con un intenso aparato propagandístico, haciendo mella en las élites intelectuales y en numerosos círculos dirigentes del mundo occidental. Ninguna nación se libró de tan grave y letal intoxicación. Y por supuesto tampoco Alemania, Austria, Hungría o Rusia.

A la acción propagandística, agitadora e intoxicadora de este democratismo progresista, hay que atribuir el éxito de esa idea, imagen o creencia fuertemente arraigada en la opinión pública, con una convicción cuasi-religiosa, según la cual el triunfo de las potencias aliadas sobre los Imperios centrales en la Gran Guerra constituyó una gran victoria de la libertad y de los más altos valores, un grandioso paso adelante en la Historia de la Humanidad.

Aunque aquí interviene también, de forma decisiva, la propaganda inglesa, que consigue presentar a Gran Bretaña como la gran potencia defensora de la libertad a lo largo de la Historia. Con gran acierto y una ejemplar objetividad, un historiador inglés de mediados del siglo XX, cuyo nombre no puedo recordar, en un sesudo libro sobre filosofía de la Historia, señalaba que la historiografía inglesa había conseguido imponer dicha idea en los estudios históricos, hasta tal punto que las acciones llevadas a cabo por el Imperio británico para defender sus intereses e imponer y expandir su poder en el mundo, incluso las más brutales y cínicas (las guerras del opio en China, las represiones sangrientas en la India, la cruel y despiadada lucha contra los Boers en Sudáfrica, el apoderarse por la fuerza de territorios de otras naciones, como Gibraltar o las Malvinas, etc.), eran presentados como una contribución al avance y afianzamiento de la libertad, como un paso decisivo en la construcción de un mundo más libre.

En este bloque o conglomerado ideológico, junto al nacionalismo más virulento, hay que situar asimismo el internacionalismo de corte revolucionario, anarquista, socialista o comunista. Aunque en los prolegómenos de la guerra el Socialismo se declara pacifista y antimilitarista, contrario a la guerra, se trata de un movimiento que está inspirado por el mismo igualitarismo democratista, el mismo individualismo disolvente (aunque en este caso de signo colectivista: el centro de su visión del mundo es el individuo colectivo, tratándose de un individualismo clasista que exalta por encima de todo, cual macro-individuo selecto y privilegiado por el destino, a la clase proletaria constituida por una masa de individuos sin raíces), la misma actitud materialista y la misma fe en el progreso material, el mismo culto a la economía y a la producción industrial, el mismo odio hacia los restos o residuos de la antigua Europa feudal, cristiana, monárquica y aristocrática.

La orientación antiimperial late con fuerza destructiva en los dirigentes y militantes de los movimientos revolucionarios, actuando más tarde como un ingrediente más en las turbulencias del conflicto bélico. Lenin, en un escrito publicado con anterioridad a la guerra, había proclamado con toda claridad que el objetivo de la revolución comunista era acabar con los tres imperios que todavía existían en Europa: el alemán, el ruso y el austríaco (curiosamente no mencionaba al británico). Justamente lo que acabó sucediendo en la atmósfera tormentosa y tenebrosa de la Gran Guerra. Sus palabras resultarían proféticas.

La revolución bolchevique, después de haber enviado los alemanes a Lenin a su país en un tren blindado –un grave error, que luego pagarán caro–, provocará la caída del Zarismo y hará que Rusia que se retire de la guerra, firmando la paz con Alemania. Posteriormente la revolución roja se extenderá a Alemania, que se verá obligada a rendirse al estallar violentamente ese frente rebelde y subversivo interno –el pago a su torpe iniciativa anterior al manejar al leninismo en su provecho–, y también a Austria y Hungría, estableciéndose en este último país el sanguinario régimen comunista de Bela Kuhn.

4.- Crisis y colapso de una civilización desprincipiada.

Hasta ahora nos hemos detenido en la descripción y el análisis de los aspectos más visibles y aparentes del terrible capítulo en la Historia humana que fue la Guerra del 14 aquellos que aparecen claramente ante nuestros ojos, que ocurren en la superficie y de los cuales da cuenta la narración histórica. Yendo ahora más al fondo de la cuestión, hay que decir que la raíz última de este mortífero conflicto, el primero de ámbito mundial y con una potencia destructiva hasta entonces desconocida, está en la crisis espiritual, intelectual y moral de Europa y de Occidente. Se trata de la inevitable explosión de una sociedad enferma.

En los orígenes de esta inmensa tragedia hay una causa más profunda que suele ignorarse, pero que con gran sagacidad supieron diagnosticar algunos eximios intelectuales europeos, a los que no se prestó la menor atención (ni se presta actualmente). Por encima, o quizá sería más exacto decir por debajo, de la fiebre nacionalista y de las tensiones entre las naciones, hay un mal mucho más grave, menos visible, subterráneo y letal, que ha ido minando la vida de los pueblos y naciones de Europa y que ahora, en 1914, da sus frutos amargos y sangrientos. Aunque tal dolencia se pase por alto y no se sepa ver con claridad –desconociéndola por completo la propaganda, como no podía menos de ser–, ahí está la clave para entender un fenómeno tan monstruoso y de tan enorme repercusión histórica. La enfermedad que desde hacía tiempo corroía a la civilización europea no podía sino desembocar en una catástrofe de dimensiones gigantescas.

La Primera Guerra Mundial no es sino una manifestación más, gravísima, de la crisis en la que se halla inmersa desde siglos atrás la civilización occidental. Con todo su horror, con las terribles destrucciones que produjo y el inmenso sufrimiento que acarreó en toda Europa, la Guerra del 14 no hizo más que poner de manifiesto el mortal veneno que carcomía a Europa y a Occidente, un envenenamiento que todavía seguimos padeciendo y al que nadie se ha esforzado en poner remedio (o, para expresarlo con mayor exactitud, muy pocos son los que lo han intentado). Y no es sólo que no haya habido esfuerzos para detener, curar o remediar tal envenenamiento o intoxicación de las mentes; es que ocurre más bien todo lo contrario: los esfuerzos han ido y van dirigidos a intensificar y agravar ese terrible mal colectivo.

Lo que hace implosión en la Gran Guerra es el vacío, la miseria, la corrupción, la negatividad y el potencial demoledor de una civilización sin fuste y sin norte. Una civilización profana y descreída, samsárica, fáustica, titánica y prometeica, hundida en el puro devenir (la angustiosa y torturadora rueda del Samsara, con su perpetuo girar), que ha perdido todos los goznes y puntos de referencia esenciales. Es una civilización que, con su ansia de conquistas materiales, ha ignorado por completo la dimensión espiritual de la vida, ha roto los vínculos con la Trascendencia, se ha alejado de Dios, de lo Absoluto, de lo Incondicionado y Eterno, del Principio que rige y anima la vida. Se trata de una sociedad y una forma de vida caracterizadas por ese impulso radical definido como “la huida de Dios”, “la huida del Centro” o “el olvido del Ser”, según señalaran, entre otros, Martin Heidegger, Max Picard, Henri de Lubac y Hans Sedlmayr.

En la Guerra del 14 estalla y salta hecha añicos la civilización que, engreída y llena de soberbia, creía ser la más avanzada y humana de la Historia, considerándose la cima del progreso y de la evolución humana. Es una civilización profundamente desintegrada, en la que impera una auténtica desintegración atómica, como no podía menos de ser, constituyendo su ideal y fundamento el individuo atómico o atomizado, un ente aislado, desarraigado y desvinculado, sin vínculos profundos. Una civilización sembrada de antivalores que operan como minas soterradas y dispuestas a explotar en cualquier momento. Una civilización activista (con la carga de agitación y violencia que conlleva la acción desenfrenada), positivista, descreída y mundana, hedonista, hundida en la pura horizontalidad sensible y material, abierta a las fuerzas tenebrosas del mundo inferior (el mundo infernal, el inframundo o mundo de abajo, el fondo abismal en el que se incuba la conspiración contra lo humano y lo divino). Una sociedad supercivilizada, tecnificada y mecanicista, en la que se ha impuesto arrasadoramente la tendencia civilizatoria sobre la verdadera cultura, sobre el cultivo integral del ser humano (en su totalidad física, anímica y espiritual).

La Europa que se desgarra violenta y trágicamente en la Primera Guerra Mundial es la heredera, continuadora y consumadora entusiasta de la Ilustración, del Siglo de las Luces, de la Revolución Francesa, con todas sus nefastas secuelas, lacras y miasmas. Hay que tener siempre presentes las riadas de sangre y las espantosas atrocidades que trajo consigo la gloriosa Revolución de 1789, primero en Francia y más tarde en toda Europa. Y lo mismo cabe decir de los terribles estallidos que luego vendrán como consecuencia de dicha Guerra del 14 y serán su continuación –hay que volver a insistir en que las dos guerras mundiales no son, en realidad, sino dos capítulos de una misma gigantesca y monstruosa Gran Guerra cuyos efectos todavía sufrimos–. En 1914 quiebra, revienta y hace implosión la orgullosa vanidad de una civilización profana y profanadora, surgida de la filosofía ilustrada o iluminista, que cree que lo puede todo, que está convencida de poder dominar el mundo y que pretende someter la realidad a sus esquemas caprichosos, a su despótica y corrosiva razón, dando la espalda a la verdadera racionalidad y a la Sabiduría tradicional acumulada, heredada y trasmitida a lo largo de siglos.

Lo que se oculta tras las corrientes, los fenómenos y los fermentos negativos que antes hemos analizado –nacionalismos, odio entre naciones, materialismo cientifista y economicista, fanatismo ideológico, progresismo destructor de las más sólidas realidades sociales e históricas–, lo que está en el origen de todos ellos, lo que les hace crecer de forma imparable y les da toda su virulencia, es la pérdida de los principios. La Europa de 1914 es una Europa completamente desprincipiada, sin principios, carente de auténticos y verdaderos principios, que son siempre de naturaleza trascendente, con un origen no-humano o suprahumano: no pueden ser en modo alguno inventados, ideados ni creados por los seres humanos; pueden ser únicamente descubiertos, reconocidos, aceptados y asumidos. Los principios no pueden en modo alguno ser descubiertos, dilucidados, decididos ni impuestos democráticamente, ni tampoco por ningún otro poder arbitrario de cualquier índole, totalitario, aristocrático o monárquico.

La moderna civilización europea-occidental, o para expresarlo más exactamente el conglomerado humano que la ha forjado y la sostiene, no conoce ni reconoce más principio que su propio ego, su yo narcisista, erigido en dueño y señor de la Historia. Un yo colectivo que se considera el único creador legítimo de principios y valores. Se trata de una civilización sin principios, desprincipiada en el más pleno y exacto significado de la palabra, porque se ha alejado del Principio, el Principio Supremo, el Principio Uno y Eterno, el Principio principiador que sostiene, inspira y anima, rige y regula todos los principios que necesita la existencia humana, dándoles su legitimidad, su fuerza y vigencia vinculantes. Principios sin los cuales las diversas formas de organización o de expresión vital (religiosa, política, social, cultural) a las que dé vida el ser humano no podrán crecer, florecer y funcionar de manera legítima, justa, ordenada, sana y normal. La Humanidad necesita tales principios, de raíz trascendente, al igual que necesita el aire para respirar, el alimento para nutrirse, una casa en la que vivir o un lecho en el que descansar y dormir. Para poder desarrollarse con normalidad, la vida tiene que estar principiada.

Siendo una civilización desprincipiada, la moderna civilización europea-occidental era y sigue siendo una civilización deslogizada, esto es, desvinculada del Logos, ese Logos que es Verbo o Palabra y Razón, que Heráclito identificaba con el Fuego originario que rige el Orden cósmico y es fuente de toda vida. Se perfila, por tanto, como un conglomerado histórico y civilizatorio que se ha alejado del Logos que es Principio de unidad, de estabilidad, de luminosidad, de inteligencia y racionalidad, de normalidad, de autenticidad, de armonía y musicalidad vital. Aunque suene parecido, la voz “deslogizado” es justo lo contrario de “ideologizado”. Precisamente, una sociedad sólo puede estar fuertemente ideologizada, como ocurre con la sociedad actual, cuando se ha deslogizado, cuando ha perdido por completo la conexión con el Logos. La desideologización es el paso necesario e imprescindible para que una sociedad o una civilización enfermas inicien el proceso de curación de su enfermedad, recuperen el nexo vivo con el Logos, con sus normas racionales y sus criterios lógicos, y retornen así a los cauces normales de vida.

En el ambiente fuertemente desprincipiado y deslogizado, pero cada vez más ideologizado, de la Europa anterior a la Gran Guerra, e igualmente en el de América, los principios espirituales que deben guiar la vida humana y darle el necesario fundamento habían sido sustituidos por dogmas ideológicos, como los pseudoprincipios de la ideología democratista, los llamados “inmortales principios” proclamados en 1789, con su triple lema “Libertad, Igualdad y Fraternidad”. Dogmas ideológicos que van a ir inevitablemente acompañados por la adoración del “becerro de oro”, el culto al progreso económico y material, como antes hemos indicado. Son todos ellos elementos que configuran lo que podríamos llamar “el Anti-Principio” o “el Anti-Arké”.

La veneración idolátrica de infundados e insustanciales pseudoprincipios genera unas sociedades y unos sistemas políticos hipócritas. Se implanta un régimen que es la hipocresía legalizada. La sociedad moderna, tan ufana de sus avances democráticos y progresistas, es una sociedad hipócrita que se recrea y regodea en su propia hipocresía. La falsedad es erigida en norma de vida, pero teñida con el color de las mejores intenciones y los más bellos ideales (en apariencia, por supuesto; pues en realidad no son tan ideales ni tan bellos). La mentira se convierte en la sustancia nutricia de las mentes. La vida social deviene una maraña de pseudoideas (el llamado pensamiento débil), palabras huecas y lemas vacíos; una enmarañada jungla repleta de trampas y en la que todo es falso. Las palabras ya no tienen la fuerza de la palabra verdadera, alterándose su significado a capricho. Se introduce una neolengua o neojerga que altera y deforma todos los significados. La verdad queda proscrita, reprimida e ilegalizada, siendo perseguida como algo herético, peligroso y subversivo. Se proclama la tolerancia, la libertad de expresión y el respeto a las opiniones, mientras se persigue con saña a cualquiera que ponga en duda los pseudoprincipios y dogmas del sistema.

Esa civilización desprincipiada, titánica, que crecía con fuerza imparable y que se consideraba invencible e indestructible, autoproclamándose la cumbre triunfal de la Historia, no es sólo una civilización sin principios; es también una civilización sin mesura. Al perder los principios ha perdido también la medida, la norma, la mesura, la moderación, la prudencia, el quicio, el juicio y el sentido, el sano criterio, la sindéresis, la ecuanimidad, el equilibrio y la armonía, condiciones indispensables para conseguir el orden, la paz y la estabilidad. Ya no tiene ni es capaz siquiera de comprender lo que las antiguas culturas tradicionales de Oriente y Occidente llamaban “el Centro áureo”, el punto medio de estabilidad y equilibrio.

Ha perdido, en definitiva, el Centro: el Centro invisible y omnipresente en torno al cual gira, se articula y organiza la existencia; el Axis Mundi o Eje del Mundo, la Vertical que uniendo Cielo y Tierra crea las condiciones del orden y la paz; el Eje vertebrador que forja cualquier forma de unidad, de integración y solidaridad en la realidad humana. Y por eso mismo, es una civilización excéntrica, desaxiada, descentrada y desquiciada, que no está ni puede permanecer nunca estable y serena, y no se mueve tampoco de forma rítmica y armónica, en sintonía con el ritmo cósmico. Como consecuencia de todo ello, ha quedado dominada por la desmesura, por una hybris que nada respeta y todo lo arrolla, y no se da cuenta, como bien apuntara el teólogo Paul Tillich, de que está asentada sobre un volcán a punto de hacer erupción.

Para decirlo con otras palabras, se trata de una civilización y una humanidad que se han rebelado contra el Nomos, el Fas de la cosmovisión romana, el Asha o Arta, el Rita o Dharma, la Maat (Justicia-Verdad) de los antiguos egipcios, lo que la tradición china llama “el Mandato del Cielo” (Tien-Ming), esto es, contra la Norma esencial, central y axial que hace posible que la vida esté equilibrada y armonizada; Norma sin la cual la existencia se hunde en el caos, se desintegra y corrompe, cae en la inhumanidad y se abren en ella las puertas para que irrumpan las fuerzas abisales, demoníacas, tifónicas, nefásicas, nefastas y nefandas, con toda su potencia destructiva. Y por supuesto, la rebeldía contra la Norma desemboca en la rebeldía contra todas las normas, contra todo principio o criterio normativo, o lo que es lo mismo, contra toda forma de autoridad (autoridad moral, intelectual o espiritual).

Como resultado de esa carencia de principios, de ese alejamiento del Centro y el Principio axial, de esa rebeldía contra la Norma y el Orden, se desmoronan los valores, que se ven sustituidos por los antivalores o contravalores, los cuales se van extendiendo y afianzando en la sociedad hasta invadirla, impregnarla y dominarla por completo. Y esos antivalores son el germen seguro de toda clase de choques y conflictos, preparando el terreno para los más crueles enfrentamientos entre los seres humanos. La moderna civilización titánica, al estar envenenada por el desamor, el odio y el rencor, no podía sino ir directa y violentamente contra los valores, pues, como certeramente apuntara Ortega y Gasset, “el odio es un afecto que conduce a la aniquilación de los valores”.

Debido a la apuntada ausencia de verdaderos principios, en los inicios del siglo XX la moderna civilización occidental se halla completamente dominada por las tendencias rajásica y tamásica, o sea, centrífuga y catagógica, expansiva y descendente, agitadora y oscurecedora, movilizadora e inercial, respectivamente (rajas = agitación, movimiento, frenesí, impulsividad, actividad desenfrenada, agresividad, violencia, superficialidad, tendencia a alejarse del centro, exteriorizante o exorbitante, excentricidad y extroversión; tamas = inercia, pesantez, tendencia hacia abajo, caída y depresión, estupidez, somnolencia, sopor, desgana, crueldad, oscuridad y tinieblas).

Estas dos tendencias, al hacerse dominantes, superponiéndose a la otra fuerza o tendencia cósmica, la de rango superior, la sátvica (satva = verdad, luz, inteligencia, paz, centralidad, armonía, unidad, tendencia anagógica y centrípeta, verticalidad, impulso hacia lo alto), ocasionan un evidente desorden, una grave anomalía. Como consecuencia de tal desorden, todo queda trastocado. Por un lado, quiebra, se rompe y desaparece la línea vertical que conecta con lo Alto, con el Cielo, con la Trascendencia, y por la cual desciende la Luz que ilumina la vida. Es la perpendicular luminosa que coincide con e Eje o Axis Mundi, el Logos que es Lux y Lex, Luz y Ley, pero también Lugar de encuentro, de concordia, de unión de los corazones (las mentes y las inteligencias).

Veo un símbolo clarísimo, luminoso, en la verticalidad de esa letra L que es la inicial no sólo de la misma voz Letra (que representa y simboliza la Cultura), sino también y sobre todo de la palabra Logos (que no olvidemos significa “palabra”), siendo además la primera letra de Línea (la vertical que pasa por el Centro), Luz y Ley, Lazo (que enlaza, une y vincula), Lengua (el lenguaje y la palabra), Libertad y Liberación, Lanza (que apunta enhiesta y se lanza hacia lo alto), Lábaro (que se alza vertical cual Eje armonizador), Límites (que hay que respetar), Locución (acción o manera de hablar; del latín locutus), Léxico (conjunto de las palabras de una lengua o idioma), Lectura (lectura correcta y sabia del mensaje que envía la realidad), Lámpara, Lumbre (el Fuego del Logos, que calienta y alumbra), Leticia (Alegría) y Llama (el fuego del Amor, Love y Liebe, que da la Vida, Life y Leben). Al quebrarse esa línea vertical iluminadora sobreviene una terrible oscuridad, que afecta a todas las dimensiones de la vida. Es como si la Vida (LifeLeben, Liv) viera quebrarse su L inicial y lumínea que la alinea, labra, liga y libera, o como si se cerrara la generosa y receptiva abertura de esa V suya que es vaso abierto al Cielo, a la Luz del Logos.

Pero, por otro lado, como resultado del desorden introducido en la existencia por el predominio de las dos tendencias inferiores (rajas y tamas), sobre la tendencia superior, más pura y más noble (satva), la civilización y la sociedad se alejan cada vez más del Centro, ese Centro espiritual y sagrado que es fuente o manantial de luz, sentido y razón; que es capaz de poner claridad, equilibrio, sentido y racionalidad en las cosas, en las acciones, en las ideas y los sentimientos, y sin el cual todo cuando pueda hacer o idear el ser humano cae en la oscuridad, en el desequilibrio, en el sinsentido, en la sinrazón y el absurdo. Al perder el Centro, al distanciarse de él, todas las energías tienden hacia la periferia, hacia lo superficial y efímero, hacia lo insustancial y trivial, cayendo incluso en lo inmoral y lo infame, en la violencia y la barbarie.

Y al darse estas tan deplorables circunstancias, al quedar espiritualmente a oscuras y al alejarse compulsivamente del Centro y dirigirse acentuada y progresivamente hacia la periferia, la civilización en la que se mueven y de la cual se nutren los individuos, las sociedades, los pueblos y las naciones, todas estas formas de existencia tanto individuales como colectivas (nacionales, culturales, étnicas o raciales), no pueden sino chocar violentamente y relacionarse de forma desconfiada, hostil y agresiva. No hay que perder de vista que la periferia es la zona del puro devenir, de lo fenoménico, lo superficial, lo banal, lo frívolo, lo excéntrico, la agitación, lo contradictorio, lo nocivo y lo violento. Una vida volcada hacia lo exterior y periférico está condenada a sufrir incesantes roces, disputas, desencuentros, fricciones y frustraciones. A lo cual se añade que, a causa de la decadencia de los valores, con la consiguiente irrupción de los contravalores, fenómeno derivado asimismo de la pérdida del Eje y Centro, se desarrollan y crecen de forma exponencial en los grupos humanos todos los impulsos negativos, los peores y más bajos instintos.

No habrá pasado desapercibido, pero no estará de más aclararlo para disipar cualquier duda, que cuando hablamos del Principio, el Centro, el Eje, la Norma o el Orden, nos estamos refiriendo a una misma cosa: Aquello que es en sentido eminente (Sat) y que incluso está por encima del ser (como Supra-Ser); Aquello o Eso (TatThat) que da el ser a todos los seres y de donde brota todo lo que es o existe; Aquello o Eso que constituye la base, la razón de ser, el cimiento y el cemento, la esencia y la sustancia, el fluido y el sustrato, la sima y la cima de la Creación y de la Vida, de la Existencia o Manifestación universal.

Estamos usando, en realidad, palabras y nombres distintos para expresar una misma, al tratar de hacer comprensible, inteligible y asequible, dentro de las limitaciones del lenguaje, lo que significa el Principio, aun sabiendo que estamos intentando expresar lo Inexpresable, lo que está más allá de toda palabra y de todo concepto. Podemos usar otras muchas formas de llamarlo: Dios, la Divinidad, el Ser Supremo, el Creador, el Padre-Madre del Universo, el Cielo, el Sumo Bien, el Logos, la Razón divina (superna y fundante), la Unidad suprema (en la que se basa toda unidad y toda armonía),el Fin último (hacia el que todo tiende), el Fundamento, la Fuente de todo bien, el Manantial del ser, la Raíz que sustenta y da vida al Orden cósmico, el Sentido (que da sentido a todo), el Origen, la Causa de las causas, el Valor supremo (del que emanan todos los valores), el Sol eterno, la Verdad (que sustenta todas las verdades), lo Absoluto, lo Infinito y Eterno, la Trascendencia (que es también Inmanencia presente en el Cosmos), lo Incondicionado, la Totalidad o el Todo (fuera del cual no hay nada), la Eterna Sabiduría, el Misterio supremo (que todo lo envuelve, ilumina y aclara). Son formas diversas de referirse a la Realidad suprema y última, lo Supremamente Real, la Realidad omnipresente que sostiene, rige y anima toda realidad.

El distanciamiento o pérdida del Centro resulta, por tanto, mucho más grave de lo que pudiera parecer a simple vista: significa un olvido y desprecio de la Realidad, de la Realidad absoluta que mantiene, alienta y hace posible cualquier forma de realidad (más o menos consistente, más o menos importante, más o menos elevada; más o menos llena de significado). Vivir de espaladas a esa Realidad primordial, originaria y fundante (Urwirklichkeit), es vivir también de espaldas a la realidad que forma nuestro entorno vital y que no es sino su manifestación y expresión, el marco en el que se manifiesta, descubre, muestra y revela dicha Realidad trascendente. Semejante postura se traduce, en definitiva, en un vivir ciego a la realidad, un distanciarse de la realidad en todas sus formas y dimensiones, alejándose por ende la vida tanto de la realidad cósmica como de la misma realidad humana. No sólo distanciarse o alejarse de tales dimensiones de lo real, sino también enfrentarse a ellas, dirigirse contra ellas de forma más o menos consciente. Es vivir de espaldas a nuestra propia realidad, a nuestro verdadero ser, a nuestra naturaleza esencial.

Cuando los seres humanos dan la espalda a la Realidad suprema, o lo que viene a ser lo mismo se apartan del Principio y del Ser, pierden el sentido de la realidad y se ven inmersos en una atmósfera de irrealidad, en la cual resulta difícil vivir y que convierte al Mundo en un lugar inhóspito, inhumano y amenazador. Ya no ven claras las cosas ni saben orientarse. Se hunden en un mundo irreal, un auténtico inmundo o antimundo propio de ilusos o alucinados: no saben ya valorar lo realmente valioso, que menosprecian, dirigiendo en cambio su mirada a cosas insignificantes y sin verdadero valor; dan la espalda a la realidad que les rodea y mantienen en consecuencia una pésima relación con esa realidad que es su entorno vital; prefieren lo imaginado, soñado o mentalmente ideado a lo real; no ven los peligros y amenazas reales que se ciernen sobre ellos; presumen de ser muy realistas cuando la realidad es que viven en una burbuja de antirrealidad y de fantasía ilusoria, guiándose por engañosos espejismos; confunden lo real, lo verdadero y lo auténtico, con lo material, con lo visible, tangible o comprobable mediante los sentidos (consideran que es esto lo que tiene existencia real, verdadera y efectiva, lo que goza de indudable permanencia y consistencia, poniendo en ello toda su fe), rechazando así como irreal e ilusorio lo invisible, lo inmaterial, lo suprasensible, lo que no ven o no son capaces de ver con sus ojos físicos ni pueden tampoco captar con sus mentes obtusas, nubladas y contaminadas por la ignorancia, por la avidya, que es lo más contrario que quepa imaginar de la visión recta, clara, objetiva y realista de las cosas.

La pérdida de los principios y su sustitución por dogmas o pseudoprincipios no hubiera sido posible sin otro de los grandes males de la moderna civilización individualista, racionalista, cientifista y materialista: la quiebra de la razón y de la inteligencia. Lo que se traduce en el descenso del nivel intelectual y el auge de la irracionalidad, de la emotividad y el sentimentalismo. Un mal ligado al ocaso y la pérdida de la Sabiduría, que es la que ilumina a la razón y a la inteligencia humanas, haciendo que en el individuo despierte el Intelecto o Razón trascendente, el Ojo del Corazón, la gran facultad suprarracional, de índole espiritual.

Como resultado de tal declive de la inteligencia, la intelectualidad y la sabia visión de la vida, nos encontramos con mundo progresiva y acentuadamente oscurecido. Ese mundo sin razón ni inteligencia, hundido cada vez más en su propia demencia, en su necedad y su ignorancia, es el monstruo forjado por el racionalismo de la Ilustración, la Aufklärung o Enlightenment, con su endiosamiento de “la razón”, la pura razón discursiva, analítica, deliberante, diseccionadora, discutidora, separativa y discriminadora, calculadora y controladora, o sea, la estricta facultad racional, la cual, desgajada de su raíz suprarracional y espiritual que es el Intelecto, el Nous o Buddhi, degenera y se pervierte, deja de ejercer de forma sana la función que naturalmente le corresponde, convirtiéndose en un ariete corrosivo y demoledor de costumbres y tradiciones, ideas y convicciones, normas y principios, incluso los más sagrados.

Repitamos una vez más que tanto el fanatismo democratizador, el furor nacionalista y la violencia revolucionaria como la obsesión por el progreso material, por la industrialización, el dinero y la economía, son los frutos de la herencia venenosa y letal de la ideología racionalista ilustrada, forjadora de la civilización moderna, que decidió prescindir de la Realidad suprema, así como de todas aquellas realidades luminosas en las que dicha Realidad última se ha reflejado a lo largo de la Historia, empezando por la Tradición sagrada y la Sabiduría, que es su núcleo y corona.

Aunque tampoco se puede ignorar, en esta labor negativa de zapa y demolición, la peor herencia del Romanticismo, que pretendió reaccionar contra la Ilustración y su racionalismo cayendo en un erróneo y exaltado irracionalismo, ensalzando por encima de todo el sentimiento, la emoción, la voluntad y lo irracional, y confundiendo a menudo la espiritualidad con la irracionalidad. Con lo cual no hizo sino agravar la ya de por sí grave enfermedad de Occidente y su honda crisis espiritual, cosas ambas que están estrechamente unidas. Hay que subrayar, no obstante, que en el movimiento romántico hay también tendencias mucho más certeras, que no caen en el error irracionalista; basta mencionar figuras como Chateaubriand, Franz von Baader, Zorrilla, Lacordaire, Blanc de Saint-Bonet, Leopardi, Runge, Ruskin, Coleridge, Donoso Cortés, Stifter, Manzoni, Rosmini o Novalis.

5.- Un mundo infectado por el Antiespíritu.

La Europa que se enfrenta sangrientamente en la gigantesca carnicería de la Guerra Mundial es una Europa envilecida, encanallada, gangrenada, invadida y aherrojada por el Ungeist, el Inespíritu, Desespíritu o Antiespíritu: la tendencia antiespiritual o desespiritualizadora, la pulsión que lleva a los individuos y la sociedad a dar la espalda a la realidad espiritual, y que atiza y fomenta incluso el desprecio y la hostilidad hacia lo espiritual (Geist = Espíritu, siendo el prefijo alemán un- equivalente a los prefijos españoles in-des- o anti-). Se trata de una funesta expresión de la negatividad que lleva implícita, en pocas palabras, la aversión hacia la Trascendencia y hacia todo lo relacionado con ella: lo sagrado, lo simbólico, lo noble, lo valioso, lo honroso, lo verdadero, lo bello, lo justo, lo bien hecho, lo elevado y lo profundo. Algo que va inseparablemente ligado a la oscuridad avídica, a las tinieblas de la avidya, la ignorancia o ceguera espiritual.

El Ungeist (pronunciado úngaist) está detrás de la voluntad sacrílega, irreverente, secularizadora, laicista, irreligiosa o antirreligiosa, profanadora o desacralizadora. Y por tanto alimenta asimismo un fanatismo antifánico, antitemplo o antitemplario; es decir, se hallan animadas por el odio al templo. Dicho Ungeist o Antiespíritu en puede y suele camuflarse asimismo en la falsificación de la religiosidad o la espiritualidad, así como en su manipulación aviesa o hipócrita, cosa a la que son muy proclives los sistemas tiránicos o totalitarios cuando ven que les resulta más rentable utilizar la religión, aprovecharse de ella, que combatirla frontalmente o tratar de eliminarla.

Pero la acción del Ungeist no acaba aquí. Está presente y actúa en cualquier idea, acción, impulso, sentimiento o movimiento que atente contra el recto y justo orden (el orden del ser); cualquier tentativa contra la Verdad, el Bien o la Belleza; cualquier intención, idea, palabra, gesto, reflexión o propósito que sean contrarios a la racionalidad, la lógica, la sensatez, la inteligencia y el buen sentido. Se hace sentir igualmente en fenómenos como la manipulación ideológica (la politización e ideologización de la vida), la manía proselitista, el pesimismo y la negatividad, la tolerancia intolerante, el formalismo jurídico (con el excesivo y absurdo garantismo), la obsesión igualitaria, la nivelación por abajo y la rebelión contra la jerarquía, esto es, el rechazo de la necesaria estructura diferenciadora y jerárquica requerida por el justo orden.

El Ungeist es el enemigo de todo eso, de todo lo que signifique razón, mesura, serenidad, unidad, paz, orden, armonía, libertad, dignidad, plenitud. La furia demoledora y socavadora del Ungeist, el Inespíritu o Antiespíritu, abarca todo lo que es contrario al temple y al templo: el templo como recinto sagrado en el que se reza y se rinde culto a Dios, y el temple como disposición y cualidad del ánimo, como ser templado y sereno (templanza, entereza, fortaleza, resiliencia, presencia de ánimo, aplomo, mesura, moderación, ecuanimidad, austeridad, sobriedad, igualdad de ánimo). No en vano, en los orígenes del mundo moderno dicha furia destructiva antiespiritual se lanzó durante la Edad Media sobre el Temple, o sea, la Orden templaria, llamada así por haber surgido en Tierra Santa junto al Templo de Salomón; una brutal e infame acción llevada a cabo por el rey de Francia en un intento de sofocar ese centro de espiritualidad cristiana y apoderarse de sus bienes.

El Ungeist se recrea y complace de manera especial en la acción de degradar y corroer la Cultura, minarla, descomponerla y corromperla. Es este uno de sus principales campos de acción: atentar contra la Cultura en todas sus formas de expresión, sus modalidades y aspectos (intelectual, moral, emocional, estético, lingüístico, religioso, espiritual). Su objetivo inconfesado e inconfesable, que disfraza con muchos artilugios y sofismas, es sustituir la Cultura no sólo por la incultura, sino también y sobre todo por la anticultura.

El Ungeist propicia y fomenta todo lo que sea vulgaridad, zafiedad, mal gusto, banalidad, trivialidad, frivolidad, superficialidad, necedad, fanatismo, sectarismo, demagogia, nequicia, mala educación, impertinencia, manipulación del lenguaje, falsificación y tergiversación de los hechos, infantilismo, obscenidad, extravagancia (disfrazada de supuesta originalidad o genialidad creativa), mamarrachada, chapucería, falta de seriedad, falta de compasión, mediocridad, aborregamiento, abyección, mentalidad rastrera, irresponsabilidad, servilismo, despotismo y tiranía.

El filósofo suizo Paul Häberlin, en su libro Wider den Ungeist (“Contra el Desespíritu”), hace notar que el Ungeist suele presentarse como “hipocresía moral”, revistiéndose del “manto del Espíritu” (der Gewand des Geistes). Y diagnosticando con agudeza el síntoma básico o principal de dicho Ungeist, escribe: “Todo Ungeist es usurpación de la Verdad por el juicio individual y, por ende, si se prefiere, carencia de auténtica ”. Algo muy propio del individualismo prometeico. Ya se presente en el campo de la experiencia interior o en el terreno moral, filosófico y religioso, el Ungeist –añade Häberlin– no es en última instancia otra cosa que “el capricho y obstinación del individuo que se comporta dictatorialmente con respecto a sí mismo”. Es la tiranización de la propia vida de la que luego hablaremos, y que es consecuencia de la actitud individualista: el adjetivo “dictatorial” (diktatorisch) empleada por Häberlin resulta perfectamente intercambiable con el de “tiránico” (tiranisch). Se trata de una necia obstinación, un antojo o capricho (Eigensinn es el término empleado por Häberlin) que va en contra de lo real y de uno mismo (de la propia naturaleza), un desvarío que rechaza la luz de la Verdad, una veleidad que consiste en preferir el propio criterio egótico a la voz objetiva, clara y realista de la Verdad (o de la Realidad).

No queda sino añadir que el Ungeist, el Antiespíritu, es, en última instancia, la fuerza que desencadenó la tragedia suicida de Europa que fue la Guerra Mundial. Y sigue operando en la actualidad tal impulso antiespiritual, con su potencia venenosa, tratando de recoger los frutos amargos de las funestas y demoniacas semillas que dicha tragedia sembró en el alma de las sociedades, las naciones y los pueblos de Europa y de Occidente.

El más inmediato brote del Ungeist, su primera y más evidente manifestación, casi su núcleo inspirador, es el Unwille, la noluntad o voluntad negativa (Wille = voluntad, pronunciado vile). Llama la atención la similitud entre la pronunciación vile de dicha voz alemana y las voces españolas “vil” y “vileza”. Dicho término teutónico viene a corresponderse con el ill-will anglosajón, que también podría escribirse y decirse unwill. El Unwille es ciertamente la voluntad vil y envilecedora, la voluntad inclinada a a infamia, a la bajeza, a la indignidad, a la ignominia y al vilipendio. Una voluntad perversa que corrompe la fuerza volitiva del ser humano. No cabe duda que el únvile envilece.

El Unwille, in-voluntad, mal-voluntad, noluntad o doluntad (de “dolo”), es la malquerencia o malevolencia, malicia, mala fe o mala intención; es querer mal y querer el mal o, lo que viene a ser lo mismo, no querer el bien, huir del bien, despreciarlo y odiarlo. Quiere mal, quiere el mal y la maldad, junto con la mentira y la fealdad (o el horror, lo horrible y repugnante). Es, en uno de sus aspectos, la tendencia a la aversión, al rencor, a la envidia, a la rabia y la vesania. La llamo “involuntad” empleando una palabra formada con la misma lógica que “inmoralidad”, “infelicidad”, “inseriedad”, “incoherencia”, “inoportunidad”, “irreflexión” (in-reflexión) o “irrealidad” (in-realidad), y también claro está “inespíritu” (como sinónimo de “antiespíritu”, aversión y hostilidad a lo espiritual o ausencia y pérdida total de fuerzas o cualidades espirituales, con abierto rechazo de ellas).

Se puede calificar de involuntad asimismo, desde otro punto de vista, porque es voluntad de involución, de retroceso y regresión (en lo intelectual, moral, estético, sentimental y emotivo). Se expresa y revela como deseo de evolución negativa, de descenso, caída y marcha atrás, en vez del deseo de avanzar, de mejorar, de ir hacia adelante, de evolucionar en sentido positivo. El noble propósito de superación y elevación se ve sustituido por una inercia, una dejación y un autoabandono que hunden al individuo en niveles cada vez peores y más bajos. Aunque es posible que tal deseo de retroceder sea en muchas ocasiones involuntario e inconsciente, algo instintivo y no mentalmente elaborado, decidido y planificado, brotando del substrato oscuro del subconsciente. Es, a la postre, un desistimiento en el camino de la perfección a que está llamado el ser humano.

En su formulación más profunda y radical el Unwille o involuntad es el querer (willenwillviljavolervouloirvolere) fuerte o débil, pero con proyección perversa, negativa o negadora. Un querer contrario al Espíritu, a la Realidad, a la Verdad y al Bien. El querer ir contra la Norma, contra lo normal y normativo, y obstinarse en ello. Un insistir y recrearse en todo lo malo, lo nefasto, lo nocivo y perjudicial (no sólo para los demás sino también para uno mismo). Un anteponer y preferir la propia inclinación caprichosa, antojadiza o viciosa, a cualquier criterio objetivo que pueda orientarnos, a cualquier precepto, principio, norma o disciplina formadora. Una maldita voluntad que se empeña con ahínco en sembrar la vida de males, de cizaña, de malas hierbas, de malas ideas, malos sentimientos y malas intenciones. Su preocupación básica es engreñar y encizañar. En vez de moverse en el amor, el terreno natural al que está llamada la voluntad, la involuntad se mueve en el odio.

Esa involuntad o involencia puede manifestarse como nolencia, dolencia o indolencia: nolencia, porque es volencia negativa, no querer o querer el No (en latín la palabra nolentia significa “aversión” o “no querer”, no estar dispuesto a hacer algo, en este caso, algo que debería hacerse); dolencia, porque es querer con dolo, con fuerte deseo de hacer daño y de causar mal a alguien; e indolencia, porque es voluntad débil, indecisión, flojedad del ánimo, desidia, negligencia, ignavia, incuria y apatía, indiferencia o insensibilidad hacia el bien y hacia todo lo valioso, desinterés ante la realidad espiritual, postura abúlica y amorfa ante la vida, identificada a menudo con el pasotismo. Ni que decir tiene que estas tres enfermedades o malformaciones de la voluntad juegan un papel decisivo en el desencadenamiento y posterior desarrollo de la Guerra del 14.

En el tema que nos ocupa, el de la Primera Guerra Mundial, dicha mala voluntad o dolencia, que puede expresarse de muchas y variadas formas, por ejemplo como envidia o como ansia de venganza, la encontramos en las posturas políticas de Francia y Gran Bretaña, posturas funestas que serán las que llevarán a la guerra a ambas naciones, como más adelante veremos. En el caso de Francia, será el afán de venganza y de revancha contra Alemania lo que resultará determinante. En lo que respecta a Gran Bretaña, en cambio, será más bien la envidia, el dolor que causa a ciertos dirigentes ingleses el progreso y poderío de la nación alemana, viendo que la propia nación se va quedando atrás, va perdiendo terreno ante el aventajado competidor. De ese dolor íntimo, unido al temor, al miedo por lo que ese progreso ajeno pueda significar en el futuro como amenaza y peligro, surgirá el deseo doloso de destruir a aquella nación que está elevándose por encima de nuestro propio nivel y que, por eso mismo, constituye el enemigo a abatir.

La civilización titánica, al estar inspirada, guiada y regida por el Ungeist, el Antiespíritu que es también el Anti-Principio, el Anti-Ser y la Anti-Realidad, no podía sino engendrar ese mundo irreal o desrealizado, desprincipiado y descentrado, del que antes hemos hablado: un mundo deshumanizado, despersonalizado, desarraigado y masificado, fuertemente desanimado, desencantado y desmoralizado, en el que nada está en su puesto y lugar, en el que nada cumple su función, y en el que nadie tampoco acierta a encontrar su sitio. Un mundo mundano pero desmundado (privado de las elementos valiosos y significativos que le hacen ser Mundo), desmondado (des-limpiado o ensuciado) y desmontado, desarticulado, desvencijado, descompuesto, desintegrado, desconstruido, en proceso de demolición, despiece o desguace integral, en un incesante desmontaje por partes.

Así quedaría bien patente al finalizar la guerra, cuando cesen los combates. El suelo europeo parecerá un planeta de pesadilla, con la tierra reventada y destripada, sin vegetación y sin vida, plagada de inmensos cráteres abiertos por las bombas, de negras y embarradas trincheras, habiendo quedado todo arrasado, con sus árboles y bosques quemados, arrancados de cuajo (especialmente en las martirizadas campiñas francesas y belgas). Los campos de batalla sembrados de cadáveres y miles de supervivientes con sus cuerpos horrendamente mutilados y con sus almas aún más tremendamente mutiladas, rotas y descuartizadas. Un mundo en ruinas, ruinas no sólo físicas y materiales, sino también y sobre todo anímicas, mentales y morales.

El fruto y legado de la civilización titánica es un mundo inmundo, lleno de inmundicia, de desperdicios contaminantes, de basura física, mental y moral. Para expresarlo de forma más tajante: un inmundo (usando ahora tal palabra no como adjetivo, sino como sustantivo), o sea, un mundo que es lo contrario o la antítesis del Mundo (la Creación, la Naturaleza, la Tierra, el Cosmos). Lo que podríamos llamar un inframundo, desmundo, sinmundo o contramundo; Unwelt, que se diría en alemán (Welt = Mundo, Universo, Orbe o Todo cósmico; con la partícula un- que indica privación, carencia, negación o antítesis, al igual que en español el prefijo in-: inmoral, indecente, insustancial, injusticia, impuntualidad, impudor, informalidad, indignidad, insuficiencia). El Unwelt es el producto lógico e inevitable del Ungeist.

En el Unweltimmón o inmundo, todo está mezclado, confuso, confundido y revuelto, merado y desnaturalizado. Hay una total promiscuidad, insana y muy nociva, en la que se mezclan y mixturan cosas que deberían estar bien separadas y distinguidas. Se mezcla y confunde la moral con el dinero, la verdad con la mentira, el sexo con el género (concepto gramatical), la felicidad con la política o la economía (el nivel de vida material y la intervención de los poderes públicos), la filosofía con la filodoxa, la historia con la histeria (fomentada y atizada por la propaganda). Ya no se sabe discriminar ni discernir lo esencial de lo accidental, lo fundamental de lo accesorio, lo prioritario con lo secundario, lo espiritual de lo psíquico o lo fenoménico.

El Ungeist es el poder inmundo que mundaniza el Mundo, lo priva de su contenido espiritual y sacro, convirtiéndolo en algo puramente mundano, sin conexión con lo Alto y sin proyección superior; lo inmundiza (lo unveltiza o unweltiza), lo convierte en inmundo (unvelto, que diría un alemán españolizando su propio vocablo; un unvelto envuelto en las oscuras y negras sombras del Kali-Yuga; un unvelto revuelto como si se le hubiera aplicado un ungüento maléfico).

El Ungeist corrompe el Mundo, lo degrada y contamina, lo ensucia y envilece, lo infecta y emponzoña. Lo reduce a un desmundo que es un auténtico desmadre, un colosal desbarajuste que no presagia nada bueno y en el que se dan toda clase de desaguisados, desafueros y desmanes; un engendro desmadejado y descontrolado al que resulta sumamente difícil, si no imposible, poner remedio. En el desmundo todo se desmanda y desmadra, todo se desorganiza y desquicia, todo se desarticula y desliga, todo se descontrola y deshace. Todo está alterado, descoyuntado, deshilachado y desencuadernado. Desvarío y desatino son las palabras que vienen a la mente al contemplar el desastre y desmadre del inmundo forjado por el Ungeist o Antiespíritu.

Lo que se ofrece a la mirada humana es un auténtico despropósito que resulta difícil entender, explicar y justificar. Un disparate integral, alucinante y abracadabrante, en el que nada encuentra su encaje y su razón de ser. ¿Cabe mayor disparate, mayor despropósito, mayor desatino y desvarío que la descomunal matanza organizada a gran escala en la Guerra Mundial por el odio de unos y las ambiciones de otros?

El inmundo titánico y prometeico es un dismundo que se halla completamente dislocado, disociado, disperso, disgregado, disonante, disuelto en sus propias contradicciones. El cuadro que la Historia y la experiencia vivida nos presentan es el de una inmensa y monstruosa distopía, la utopía invertida, vuelta por completo del revés: la inversión de aquella utopía ilustrada y democratista que prometía la eclosión en el horizonte un mundo feliz, próspero, libre y en paz ya para siempre gracias a la democratización universal.

Son estos que nos ha tocado vivir tiempos duros y recios, a causa de la influencia invasora y pervertidora del Ungeist. Por haber apartado la mirada de la Eternidad, nos encontramos en una época oscura, un tiempo aciago; un destiempo, contratiempo o antitiempo (Unzeit); esto es, una forma de existencia, una manera de vivir el devenir y la duración de las cosas, en la cual el tiempo (Zeit) se acelera alocadamente atropellándolo todo y dejando a las personas sin tiempo para nada. El tiempo pasa por encima de ellas dejándolas aturdidas, agotadas, exhaustas y sin aliento. Hay un desfase entre el ritmo cósmico y la arritmia o agitación temporal en que ha entrado la sociedad moderna, inmersa en una turbulencia difícil de seguir y asimilar. [La pronunciación de las voces alemanas mencionadas es tsait y úntsait. No tengo necesidad de decir que uso aquí tanto la voz alemana Unzeit como las españolas “destiempo” y “contratiempo” en una acepción, con un significado y con un contenido semántico muy diferentes, más radicales, de los que tienen y con los cuales suelen usarse en sus lenguas respectivas, pero descubriendo, sacando a la luz y utilizando significados que no dejan de estar presentes, si bien ocultos, en dichas palabras como tales].

Cuando el tiempo se desvincula de su raíz intemporal, supratemporal, eterna, que está por encima del Devenir, se torna siniestro, opaco, desbocado, inclemente, invivible. Cuando lo temporal se separa de lo eterno se endemonia, entra en una espiral aturdidora, corrosiva y destructiva, se convierte en un torbellino que desquicia y adquiere un vertiginoso girar que acaba demoliendo hasta lo más firme y sólido. El tiempo se rebela, se subleva contra esa amputación que se le inflige de manera ilegitima y violenta, y entonces revela su peor faz, su faz hosca, amenazadora y terrible. Bajo la férula del Unzeit, del destiempo o tiempo desacralizado, el tiempo privado de su envoltura sacra, se abre para la sociedad humana un muy negro porvenir.

Habría que añadir también, a este respecto, que en sánscrito la palabra para “tiempo” es kala, que también tiene el significado de “negro” y “muerte”, lo cual está asociado con el nombre de Kali, la “diosa negra”, esposa terrible y sanguinaria de Shiva, su Shakti en uno de sus aspectos más tenebrosos. Kali, por cierto, es la encarnación del tiempo, con la sucesión de pasado y futuro, cuyo poder aterrador, destructivo y mortífero se hace patente y manifiesto en el Kali-Yuga, la “Era negra” o “Edad oscura”, la “Edad del Hierro” en la tradición occidental.

Con su declarada y descarada actitud contra el templo, la Ilustración introdujo una dinámica que suponía la imposición a la sociedad, a la cultura y a la vida humana del contratemple y el contratiempo, el destemple y el destiempo. Eliminó el verdadero templo, cerró el auténtico santuario, para erigir su templo de la razón. Al aplicar su rodillo racionalista, acabó con el tiempo sacro, ritual y simbólico, imponiendo un tiempo supuestamente racional, medible, cuantificable y controlable, aprovechable y explotable, sin añadidos espiritualistas, mágicos ni supersticiosos, que iba a garantizar el progreso de la Humanidad. Pero con ello no hizo sino traer el Unzeit, abrir las puertas a un tiempo endiablado, incontrolable, desbocado y desmedido, que iba a producir la aceleración de la Historia, con la consiguiente crisis en todos los terrenos, así como la zozobra, desasosiego, monotonía, congoja y tristeza de la vida cotidiana (convendrá recordar, a este respecto, lo antes apuntado sobre la ofensiva contra el temple y el templo).

El tiempo del Unzeit es un tiempo infernal, también invernal, en el que hibernan los principios, los más altos valores y las realidades espirituales, recluidos todos ellos en las oscuras y frías catacumbas del tiempo. Es un tiempo que no da tiempo ni oportunidad para la serena contemplación y comprensión, para la comunicación y la comprensión del otro, para conocerse a sí mismo y conocer a quien se tiene en frente (conocerlo y reconocerlo, reconocer sus méritos, virtudes y cualidades). No hay tiempo, en definitiva, para descubrir la Verdad y realizarla en la propia vida. Se abre, a la postre, un tiempo que mata, un tiempo de muerte, como si fuera a arrasar la vida. Un tiempo que mata y sepulta la Verdad, que arrasa con los valores. De ahí vendrán luego las tensiones que acaban desembocando en guerra civil o lucha incivil entre los pueblos de Europa.

La imagen que se imprime en la retina de la mente es la del mítico Cronos (o Kronos) devorando a sus hijos. En este caso, sus hijos mortales, humanos deshumanizados. El tiempo inclemente, tiempo de violencia, de guerra y de muerte, devora cuanto encuentra a su paso. Es lo que vemos en 1914: la sombra siniestra de Cronos, como la de un implacable Caín, se extiende sobre los campos de Europa sembrando con prisas, con gran precipitación, con una tenacidad y un ahínco que le deja a uno perplejo, sin agobio pero sin pausa, la destrucción, la muerte, el sufrimiento y el dolor. La roja corona o Krone de Kronos se alza cual trágica enseña pidiendo insaciable y despótico sacrificios humanos en su honor.

Si la utopía deviene finalmente distopía, según antes veíamos, en lo referente a la dimensión temporal de la existencia, la ucronía degenera realmente en discronía, una atmósfera discrónica en la que se da como una implosión del tiempo, en la cual el tiempo queda como reventado. La era utópica que se nos prometía como un tiempo radiante de paz, progreso, prosperidad, fraternidad y libertad, en el que incluso llegaría a desaparecer la muerte, se revela como un tiempo distópico, decepcionante y frustrante, asfixiante y abrumador, en el que todos los ideales prometidos se esfuman y en el que impera un ambiente de auténtica pesadilla.

UngeistUnzeit, Unwelt: he aquí tres palabras que nos dan la clave para entender en profundidad la crisis de Occidente y, por ende, las causas hondas y el significado más recóndito de la Primera Guerra Mundial, con sus derivaciones y consecuencias posteriores. Desespíritu, Destiempo, Desmundo o Inmundo; o, si se prefiere, Antiespíritu, Antitiempo, Antimundo. Tres palabras a las que habría que añadir una cuarta, fundamental y que de hecho ya ha aparecido en páginas anteriores y a la que tendremos que dedicar una especial atención más adelante: Unreich, el Des-Imperio o Anti-Imperio; el Gegen-Reich, el Anti-Reich, ha hostilidad al Reich o Imperio, con todo lo que éste significa de potencia sacral ordenadora, unificadora y pacificadora. En un doble plano: por un lado, la pérdida y desaparición del Imperio (Des-Imperio) y, por otro, la decidida voluntad de combatir al Imperio, socavarlo, destruirlo y hacerlo desaparecer o hacer que se esfume definitivamente lo que de él pueda quedar todavía en estos tiempos oscuros y caóticos (Anti-Imperio). Algo sobre lo que ya hemos hablado y sobre lo que tendremos que volver más adelante.

En cierto sentido, “mundo” viene a ser sinónimo de “realidad”, y el sintagma “el Mundo” (die Weltthe World) podría considerarse como equivalente de “la realidad” (die Wirklichkeit), la realidad con la que el ser humano se encuentra y que forma su circunstancia vital, “el mundo real” o “mundo de lo real”. Esto es, la realidad visible, perceptible e inteligible, que comprende los niveles físico, anímico y espiritual, desde la cual pasamos a la Realidad en sentido absoluto, la Realidad última y suprema. Con lo cual, partiendo de esta identidad semántica entre Mundo y Realidad, el Ungeist, el Antiespíritu, que genera el Unwelt, el inmundo o antimundo, viene a identificarse, por esta misma razón, con la irrealidad o antirrealidad (die Unwirklichkeit): va en contra de lo real, contra el Mundo real y, por encima de ello, contra la Realidad primordial (die Urwirklichkeit), lo supremamente Real, la Realidad originaria y originante que fundamenta, anima y sostiene toda realidad. El Un- negativo se trasmuta aquí, muy significativamente, en el Ur- que hace referencia al Origen, a lo primordial, original y primigenio.

El Ungeist es, por ende, también la Anti-Realidad (Gegen-Wirklichkeit o Wider-Wirklichkeit): gegen y wider = contra, anti), un significado que nos lleva a conectar con lo que antes decíamos sobre el titanismo como desprecio de la Realidad, como rebelión contra la Realidad. Siendo el Ungeist el enemigo del Espíritu, tiene por fuerza que ser también el enemigo visceral de la Realidad, del Principio, de la Verdad, del Ser, del Orden, de la Paz y de la Unidad.

Pero aquí se impone una advertencia que nunca debería olvidarse: la irrealidad no tarda en pasar factura a todos aquellos que la buscan afanosamente huyendo de la Realidad. El apego y la atracción que el inmundo y el desespíritu (el Unwelt y el Ungeist) sienten por lo irreal, por la irrealidad o la antirrealidad, se pagan tarde o temprano, y se pagan de forma cruel, como lo demuestra el caso trágico, horrendo y terrible de la Guerra Mundial, con sus matanzas y destrucciones, sus cientos de miles de inválidos y mutilados. En el plano social e histórico, la factura que pase la realidad, por haber sido ignorada o despreciada, o incluso vilmente atacada, puede ser una gravísima crisis económica, una insoluble crisis ecológica, una revolución sangrienta o una espantosa conflagración bélica. Las consecuencias son muy semejantes en el plano individual.

El mundo irreal forjado por el Ungeist al dar la espalda a la realidad, es un contramundo, un mundo al revés: lo que debería estar abajo está arriba (y viceversa); lo importante es lo secundario, trivial y baladí, mientras lo fundamental y principal queda relegado como si careciera de importancia y de valor; lo que pertenece a la periferia se sitúa en el centro, dirigiéndolo todo como si fuera el eje de la existencia; valioso es lo mezquino y degradante, siendo lo digno y noble lo realmente execrable; los ignorantes, que deberían obedecer y dejarse guiar, son los que dirigen, adoctrinan, marcan el rumbo y dicen lo que hay que hacer; lo que da luz y aclara las cosas se tiene por oscuro y confuso; se cultiva y ensalza lo que debería ser perseguido y se denigra y persigue lo que debería estar altamente considerado, respetado y reverenciado; lo anormal se considera normal, y lo normal es tenido por enfermizo y denigrante; lo trascendente e indiscutible es discutido a todas horas, mientras se eleva a la categoría de dogma lo que es más que discutible, lo sospechoso o claramente falso, quedando prohibido que se ponga en duda; los criminales se erigen en paradigma de rectitud, juzgan y condenan a las personas justas y honradas, que son mirados como delincuentes.

La pérdida, separación y alejamiento de lo primordial, de lo originario, que conlleva el distanciamiento de la Realidad suprema, de lo Absoluto y de la Trascendencia, se da también en la vivencia angustiosa, oprimente y desequilibrada del tiempo a la que antes nos hemos referido. El Unzeit, el destiempo o contratiempo, se contrapone al Urzeit, el tiempo primordial, tiempo atemporal e inmemorial (in illo témpore, el “érase una vez” de los cuentos de hadas), tiempo edénico, tiempo principial, que es tiempo de plenitud, de paz y armonía por estar en conexión con su raíz y fuente eterna, con el Origen, con el Principio. El tiempo que rige estos tiempos convulsos es Unzeit precisamente porque ha perdido la conexión con el Urzeit, conexión inspiradora, renovadora y vivificante, pues es la que da sentido, mesura, orden, reposo y sosiego al imparable y vertiginoso decurso temporal.

La sílaba Ur, que contiene el significado de “originario” o relacionado con el Origen (der Ursprung o die Urquell), nos vuelve a aparecer aquí para quedar reemplazada de nuevo por la partícula Un, con su sentido distorsionador, negador, que implica carencia, privación y oposición. Esa combinación de dos letras, UR, tan cargada de significado positivo, se ve desplazada por la voz Uhr, tan semejante pero tan distinta, que en alemán significa “reloj”, el instrumento que mide el transcurrir del tiempo, y por ello puede significar también “hora” y “tiempo”, el tiempo cronológico (en holandés uur es “hora”, siendo el término para “reloj” uurwerk, literalmente “aparato horario o de hora”). No es casualidad que el reloj (Uhr) se vuelve omnipresente en el mundo hundido en el Unzeit, el destiempo demoledor y devorador. El Unzeit es Uhrzeit (ontijd is uurtijd, que se diría en holandés).

Será oportuno advertir que en las culturas y los pueblos primitivos, con una vivencia del tiempo muy diferente a la del hombre moderno, no existe el reloj. Se trata de poblaciones que viven, en la mayoría de los casos, ancladas en el Urzeit, en permanente y viva conexión con el Origen. De ahí que les sea aplicable la denominación de Urvolk, pueblo primordial (Urvölker en plural). No tienen relojes, ni los necesitan para nada. No están esclavizados a horarios artificiales ni sometidos a las prisas, cosas que desconocen por completo.

La esclavitud del reloj, de los horarios, del tiempo, va inseparablemente ligada a la esclavitud del dinero, a la esclavitud materialista de lo económico. Time is money, “el tiempo es dinero”, había afirmado Benjamin Franklin. Pero una frase semejante únicamente podía surgir en una mente moderna, ilustrada, racionalista, dinerista. En una sociedad sin reloj y sin dinero, libre de la presión de ambas cosas, esa frase carecería por completo de sentido. Una sociedad esclavizada por el reloj no podrá encontrar jamás la paz, la estabilidad y la normalidad. Recuérdese lo que páginas más arriba decíamos sobre la influencia del dinero, la industria y la economía en el desencadenamiento de la Primera Guerra Mundial.

Pero es que los tiempos sometidos al reloj, al cronómetro, son también tiempos de guerra: tempora belli. No tiempos bellos, sino tiempos en los que el bellum, la guerra, impone su ley. Es una era competitiva, agresiva, belicosa y violenta: Krieg-Zeitwar-timekrijg-tijd o krig-tid. Allí donde las horas imponen su tiranía estalla una guerra total y permanente. Guerra por el tiempo, para el tiempo y contra el tiempo; guerra contra uno mismo (contra la propia esencia, para afirmar el propio ego), contra el prójimo y contra el Mundo; guerra contra todo y contra todos. Guerra para ganar tiempo y en la cual no hay nunca demasiado tiempo para prepararse (ya sea para la defensa o el ataque). Todo el tiempo es poco para defenderse de lo que pueda venir, no se sabe cuándo ni cómo.

Hay que actuar con prisas para golpear el primero y ganar ventaja. Carrera contra reloj para anticiparnos a los demás, para armarse más y mejor que el vecino, para llegar antes que ellos a la meta, a la victoria; guerra contra las horas para que el enemigo no nos coja desprevenidos y nos coma el terreno. Guerra para quitarles tiempo a los demás, para parar o averiar sus relojes, para que no tengan tiempo de responder y contraatacar. Guerra para imponerles nuestro tiempo, nuestra voluntad, nuestras ideas, nuestro poder. Guerra finalmente para rendir culto y ofrecer sacrificios a nuestro ídolo y señor el Tiempo, el Cronos.

Oorlog-tijd o tijd van oorlog podría decirse también en holandés (pronunciándose tijd como teid). Me llama la atención, pues resulta verdaderamente chocante aunque no tengan ninguna relación entre sí, la semejanza entre la palabra holandesa oorlog (“guerra”) y la francesa horloge (“reloj”). Parece como si apuntaran a un oculto nexo simbólico entre ambos conceptos. Y la similitud resulta aún más acentuada y llamativa en la pronunciación de ambas voces: órlog y orlóch.

En esta era oscura, los individuos, los grupos y las naciones se hallan cosidos por agujas de hierro o de acero al tiempo y al espacio en que les ha tocado vivir. Las agujas del reloj les cosen, zurcen y entretejen con los acontecimientos, viéndose fatalmente atados a ellos y también arrastrados por ellos. Esas agujas que marcan el implacable paso del tiempo son como alfileres torturadores que penetran hasta los entresijos del alma y la atan y cosen al potro de tortura, a aquello de lo que intenta huir o quisiera evitar a toda costa. Son las flechas negras, rejones de fuego o alfileres de un seudo-rito siniestro (semejante al vudú), que con fuerza fatídica atraviesan a los seres humanos, los asaetean y acribillan, clavándose en sus mentes y convirtiéndolos en esclavos de los sucesos históricos o de las vicisitudes circunstanciales de sus vidas.

La sociedad moderna está cosida a flechazos o alfilerazos que se hincan en su exuberante y opulento existir, le inyectan un fuerte veneno y la llenan de sufrimiento. En todo momento cae sobre ella una lluvia de flechas samsáricas que desgarran su ser, flechas que se identifican con las manecillas que en la esfera del reloj cuentan las horas, los minutos y los segundos. No hay manera de escapar a esos dardos fatídicos que cosen y descosen, en consonancia con el tictac del reloj, las desmadejadas existencias de los seres humanos en esta era crepuscular. Y por eso mismo, en estos últimos tiempos, tiempos de penumbra y eclipse espiritual, los seres humanos son víctimas de los acontecimientos, en vez de ser sus conductores, líderes y guiadores.

Es lo que quedará patente a todas luces en la tragedia de la Guerra Mundial. Aquellos que, provocando el conflicto o lanzando a sus países a la guerra, creían dirigir y controlar los acontecimientos, no eran en realidad sino víctimas dignas de compasión: víctimas de las flechas o agujas de Cronos, lo que es tanto como decir los dardos letales del Ungeist o los rayos hipnotizadores y aturdidores de Maya, la Ilusión cósmica cegadora; rayos que distorsionan la realidad y nos impiden ver las cosas como son.

Al distanciarse del Origen, de la Realidad primordial (die Ur-Wirklichkeit o Ur-Realität), el inmundo forjado por el Antiespíritu ha sumido a la Humanidad en la esclavitud al reloj, en la tiranía del tiempo puramente cronológico, el tiempo horizontal y cuantitativo, sin perspectiva vertical, que desgarra la existencia y le imprime una velocidad endiablada. Hemos perdido la riqueza, pureza y plenitud del Urzeit, el tiempo primordial, el instante intemporal en el que resplandece el Eterno Presente. La existencia entera ha quedado sometida el implacable girar del reloj del progreso, cuyo péndulo oscilante y cuyas agujas en perpetuo movimiento marcan el ocaso y decadencia de una civilización que vive enajenada, alienada, languideciente, que se ha distanciado de sus orígenes y se ha traicionado a sí misma.

[NOTA: En la próxima entrega analizaremos con más detenimiento el impacto de la fiebre nacionalista y de la actitud titánica, dos factores que se halla en la base de la civilización moderna y, por consiguiente, en el origen de la Gran Guerra.]

FUENTE:

http://www.antoniomedrano.net

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Centenario del fin de la Gran Guerra/1914-1918/ (III)

Publicado el 22 de diciembre de 2020 por ahriman33

Centenario del fin de la Gran Guerra (III)

por Antonio Medrano

[Continuamos, tal y como habíamos prometido, las reflexiones que habíamos iniciado en un artículo anterior con motivo del centenario que conmemora el fin de la Primera Guerra Mundial]

Ver la segunda parte de este trabajo 

6.- El coloso titánico comienza a desmoronarse y hundirse.

La Primera Guerra Mundial, la Gran Guerra, marca el ocaso de una civilización titánica y prometeica, sumida en la ignorancia o ceguera espiritual, la avidya o “no-visión” que, de acuerdo a la Sabiduría oriental, se encuentra en el origen o la causa de todos los males, vicios, desmanes y sufrimientos que puedan afligir a los seres humanos. Se trata de un mundo en el que se ha extendido como una grave dolencia, cual si de una metástasis cancerígena se tratara, lo que los textos sagrados de la India llaman “el pecado de la ignorancia”. He aquí el fruto de un largo proceso de decadencia espiritual, intelectual y moral: una civilización y una sociedad incapaces de ver su propia miseria, su propia anormalidad e inanidad, su propio desvarío, su propia inmoralidad y podredumbre.

Recordemos, para quienes no estén muy habituados a tal terminología, que los adjetivos “titánico” y “prometeico”, derivados de la antigua mitología griega, hacen referencia a una actitud de rebeldía contra el Cielo, contra lo Divino, y por tanto contra el Orden. Rebelión o insubordinación que se halla representada en los Gigantes o Titanes que luchan en los orígenes contra los Dioses del Olimpo y, posteriormente, aparece personificada en figuras como Prometeo (hijo de Japeto, uno de los Titanes), Ixión (despiadado asesino, equiparable al Caín bíblico), Tántalo o Sísifo, que desobedecen todos ellos los mandatos y órdenes de Zeus, al Padre de los Dioses. De ahí que los calificativos de “titánico”, “prometeico”, “ixiónico” y “tantálico” se usen como sinónimos para expresar la irresistible tendencia al caos y al desorden.

A los rasgos generales de lo titánico el adjetivo “ixiónico” añade el significado de la inclinación cainita, la tendencia a matar, asesinar y masacrar. Algo que se pone de manifiesto en las guerras y revoluciones, con su oleada de crímenes y atroces matanzas. En una línea similar se halla el término “tifónico”, derivado de Tifón, ser monstruoso que encontramos tanto en la mitología griega como en la egipcia. En el mito helénico Tifón es un titán o gigante que pretende destronar a Zeus, el Padre de los Dioses, Rey y Señor del Olimpo, pero que acabó siendo derrotado por Zeus, quien lo sepultó bajo el Etna. Tifón, que exhalaba fuego y un aire tan venenoso como violento, sería asimismo el procreador de una serie de creaturas monstruosas, como la Quimera, el Can Cerbero y la Esfinge, en lo que podemos ver una alusión alegórica a las múltiples aberraciones o monstruosidades generadas por la inclinación y actitud titánicas.

Tifón es además uno de los nombres de Set, el ser maligno que en el antiguo Egipto encarna las fuerzas del caos y la oscuridad, enemigo mortal de Osiris y Horus, que simbolizan la fuerza del principio solar, regio y luminoso. El vocablo “tifón” (Taifun en alemán, typhoon en inglés) contiene, por otra parte, el significado de un viento huracanado, una tempestad ciclónica, una violenta tromba o tormenta de aire, como la que suele levantarse en el desierto, sepultándolo todo bajo un cegador vendaval de arena. Dicho vendaval tifónico, arrollador y desertizador, era visto en el Egipto faraónico como un símbolo del poder demoniaco de Set, cuyo soplo destructivo amenaza con arrasar la existencia humana, sepultando cualquier rastro de civilización, de cultura y de vida espiritual. Se podrían usar, por tanto, como equivalentes de “tifónico” los adjetivos “sético” o “setiano”, que a su vez vienen a ser sinónimos de “satánico”. He aquí, pues, un término que nos ayuda a entender mejor la profunda significación, el contenido y los efectos del titanismo.

Con respecto al calificativo “fáustico”, que hemos utilizado con frecuencia, aunque no son exactamente lo mismo, puede prácticamente equipararse a los antes utilizados de origen griego “prometeico” y “titánico”. La mente fáustica, en efecto, viene a funcionar con arreglo a parámetros muy semejantes, sino idénticos, a los de la mente titánica. Aclaremos que el término “fáustico” hace referencia al mito de Fausto, quien impulsado por su afán de poder y su insaciable curiosidad, por el ansia de saberlo y poseerlo todo, por el deseo de satisfacer todos sus instintos y conquistar todo lo que se ofrezca a su mirada, en suma por la irresistible inclinación a conquistar y dominar el mundo, llega a establecer un pacto con el diablo, con Mefistófeles. Ya Oswald Spengler usó el calificativo “fáustico” para definir la orientación fundamental del Occidente moderno, caracterizado por su tendencia a la expansión y el dominio del planeta mediante su poderío técnico, rasgo típicamente rajásico.

Los Titanes del mito griego se corresponden, en el mito judeocristiano, con “los ángeles rebeldes” que, guiados por Lucifer, se niegan a obedecer y someterse a Dios, y también con los Asuras de la mitología indoaria, los enemigos de los Devas o Dioses. Los adjetivos “titánico”, “asúrico” y “luciferino” vienen a ser, por tanto, equivalentes de “antidivino”, caracterizando a una sociedad y una civilización que conspiran y se rebelan contra la Realidad trascendente, suprema y eterna, pretendiendo poner todo a su servicio, al servicio de su ambición, de su opinión particular y de su capricho antojadizo.

Dicha rebelión titánica, tifónica, luciférica o asúrica, que tiene un evidente contenido nihilista, entraña no sólo una conjura contra lo divino, contra lo espiritual y trascendente, sino también, por la misma naturaleza de las cosas, contra lo humano y lo natural. Tratándose de una rebelión contra el Orden, no podía sino desembocar en una rebeldía subversiva y destructiva que va dirigida no sólo contra el Hombre (o contra la Humanidad), sino también contra la Creación enteracontra la Naturaleza en su integridad. Rebeldía, en suma, contra lo real, contra el orden del ser, contra la realidad en toda su riqueza y su pluralidad de dimensiones, niveles, aspectos, matices y valores. Una realidad que es mucho más rica de lo que concibe la filosofía racionalista, positivista, cientifista y progresista heredada de la Ilustración y que no puede reducirse, como piensa la mentalidad profana, mezquina, superficial, obtusa y reduccionista del hombre-masa moderno, a lo material, a lo horizontal y efímero, a lo racional y empírico, a lo medible y controlable, a lo psíquico y mental, a lo sentimental y emotivo.

Históricamente los comienzos de la insubordinación titánica o prometeica pueden situarse en la crisis de la Baja Edad Media, y más concretamente en el siglo XIII, en el reinado de Felipe IV de Francia, conocido como “Felipe el Hermoso” (Philippe le Bel), un rey tirano y déspota que pretende hacer de la monarquía un poder absoluto, con una soberanía total e independiente en su ámbito nacional, y abre con sus métodos brutales caminos de ignominia en Europa. Entre otras maniobras subversivas, hay que destacar su violenta ofensiva contra la Iglesia y contra el Temple, la Orden templaria. En el infame monarca francés han visto muchos nacionalistas, y no sólo franceses (véase, por ejemplo, el caso del fascismo italiano), el precursor de lo que siglos más tarde será el nacionalismo de tinte centralista, absorbente o totalitario.

Tal ola de rebeldía antitradicional se continúa en el Renacimiento, con su humanismo individualista y su veneración de lo terrenal y mundano, teniendo un capítulo importante y muy significativo en la revolución religiosa, seudorreligiosa o antirreligiosa, de Enrique VIII de Inglaterra, un auténtico déspota y tirano, que, por satisfacer su capricho, su santa y regia voluntad (no tan santa), rompe con la Iglesia católica, inicia una cruel persecución y se apodera de los bienes eclesiásticos (de forma parecida a como ya hiciera Felipe el Hermoso). De nuevo el intento de erigir una monarquía nacional y absolutista, esta vez llegando hasta crear su propia iglesia nacional independiente, la iglesia anglicana. Un claro ejemplo de individualismo coronado. Todo un violento y brutal estallido del Unwille, la involuntad o involencia titánica, tiránica y egocéntrica que antes hemos analizado; esa voluntad negativa que considera que lo puede todo, porque tiene el poder, y puede apoderarse de lo que se le antoje, cambiando la realidad a su gusto.

En el campo filosófico, vemos cómo desde los últimos tiempos medievales y sobre todo desde el Renacimiento, se van difundiendo y ganando terreno por todo el Continente el nominalismo, el empirismo, el racionalismo, el sensualismo, el relativismo, el subjetivismo, el escepticismo, el materialismo y en general una visión del mundo y de la vida que va prescindiendo cada vez más de la dimensión o perspectiva sagrada, asumiendo una función crítica e incluso de total rechazo frente a la religión, así como frente a la moral tradicional. Son las tendencias representadas por pensadores como Occam, Bacon, Hume, Hobbes, Newton, Descartes, Locke, Spinoza, Maquiavelo, Montaigne, Gassendi o Bodin. Otra tendencia que conviene destacar, y que tendrá hondas repercusiones en la formación de la mentalidad moderna y de las ideologías que surgen de ella, es el mecanicismo, que tiende a ver la vida como un mecanismo, que funciona con resortes mecánicos como si fuera una máquina, e interpreta que los seres vivos, las realidades orgánicas, son semejantes a una construcción mecánica, inorgánica e inanimada.

La mentalidad mecanicista, que se vio alentada por el avance en las técnicas mecánicas y posteriormente aún más con la revolución industrial, dio lugar a la aberrante teoría cartesiana de “los animales-máquina”, la cual sostenía que estando los animales constituidos como máquinas no pueden sentir ni sufrir. En el siglo XVIII el filosofo francés La Mettrie, acentuando esta idea, la proyectará al ser humano en su libro L’Homme Machine (“El Hombre máquina”), dentro de un enfoque totalmente materialista, sosteniendo que el espíritu no es más que un producto del funcionamiento del mecanismo corporal y que todas las religiones son falsas. Desde tal perspectiva el hombre es concebido como una máquina inteligente, muy perfeccionada y compleja, la máquina más perfecta que quepa imaginar.

Esta mentalidad mecanicista, aun cuando no siempre se exprese en términos tan burdos, ejercerá un fuerte impacto en el industrialismo, el economicismo y el democratismo de los siglos posteriores, cuya influencia en el desencadenamiento de la Gran Guerra ya hemos analizado. La concepción mecanicista, inorgánica, se reflejará en múltiples aspectos que perduran hasta nuestros días: desde la visión de la sociedad como algo inorgánico, sin raíces y sin tradición, el producto de un conjunto de relaciones o conexiones fortuitas (un contrato, un engranaje colectivo o un montaje mecánico realizado con cierto éxito técnico), a la consideración del ser humano como una cosa, una mercancía, una simple pieza del engranaje colectivo, un átomo aislado mecánicamente manipulable o un mero ente cuantitativo, un número dentro de una masa informe.

La puerta queda así abierta para la reificación del hombre; es decir, para que los seres humanos funcionen como autómatas o zombis y se conviertan en esclavos al servicio de la máquina, de la tecnologíadel tinglado económico y productivo, de los sistemas ideológicos, de los complejos aparatos, mecanismo y sistemas creados por la ciencia moderna (ya se trate de los mecanismos para la producción, el consumo, la información –más bien desinformación–, la formación –o deformación– de la mente, o el ocio y la diversión). Y la sociedad queda reducida a una maquinaria sin alma que funciona, en teoría al servicio del hombre, con arreglo a unos precisos mecanismos artificiales, racional y científicamente establecidos (técnicos, jurídicos, económicos, administrativos, etc.), para controlar todos los aspectos de la vida y asegurar que todo marcha adecuadamente.

Dicha insurrección o rebelión prometeica llegará siglos más tarde a su cima con la Ilustración, el tan ensalzado “Siglo de las Luces”, “la Era de la Razón”. Siglo de gran desarrollo de las ciencias y las técnicas aplicadas a la mejora de las condiciones de vida, en el cual nos encontramos con el llamado “Despotismo ilustrado”, el despotismo o tiranismo racionalista, intento democratizante pero antidemocrático o antidemótico –burda y despóticamente elitista, por su desprecio del pueblo, de la voluntad popular y de las costumbres, inquietudes y creencias populares–, con su lema “todo para el pueblo, pero sin el pueblo”. Una corriente ideológica que pretendió acabar con la influencia de la religión en la vida social (“el fanatismo, la superstición y el oscurantismo”, según su lenguaje), y que tuvo ejemplos de brutal tiranía e inaudita crueldad, como en el caso del tristemente célebre Marqués de Pombal, el déspota de Portugal en el siglo XVIII. La fe ciega en la razón, el culto supersticioso y oscurantista a la razón (a la que se llegaron a erigir altares en París), a esa luz sin Luz de lo puramente racional, acaba generando monstruosas pesadillas y hechos horripilantes que parecen difíciles de creer dada su monstruosidad.

El llamado “Siglo de las Luces” fue en realidad el siglo de las sombras, la centuria o era de las oscuridades y las tinieblas (the century of darkness). Siglo que difundió unas luces aparentemente muy luminosas, esclarecedoras y liberadoras, pero engañosas, deslumbrantes, ofuscadoras, cegadoras y esclavizadoras; fue el siglo de la penumbra y la opacidad racionalistas. Esa Aufklärung que se consideraba tan iluminada y esclarecida y que condenó a la Edad Media tachándola de “Edad oscura”, al distanciarse del Templo cerró sus ojos a la Luz que irradiaba la tradición sagrada, cayendo así en lamentables errores. Adoptó una ciega actitud antifánica (antitemplo), antifanática (anti-entusiasmo, anti-mística, anti-esoterismo, anti-inspiración) y antifanárica (antifaro o antiluz), alejándose del faro de la Sabiduría, con lo cual no hizo sino difundir una espesa oscuridad en las mentes, acentuada por un fanatismo antiespiritual, muy típico del titanismo absolutista y turbiamente inspirado por el Ungeist. [Sobre los neologismos “fanárico” y “antifanárico” que acabo de emplear, los tomo del griego fanari = lámpara, faro, antorcha, linterna, punto luminoso; fanaria = semáforo; fanerós = claro, evidente.]

Si hay algo que distingue a la Ilustración, al Iluminismo, es su miopía o ceguera, su falta de luz y de visión. La ideología ilustrada o iluminista, con sus secuelas y con las reacciones erróneas que provocó, ha dado a luz un mundo sin luz, un mundo a oscuras, un mundo pobre de luces (esas luces que orientan y también esas otras luces que, en el lenguaje coloquial identificamos con la inteligencia, como cuando decimos por ejemplo “es un individuo de pocas luces”); un mundo en el que hay que andar a tientas sin ver con claridad por dónde ni hacia dónde se va y tropezando a cada paso. Con sus arbitrarias manipulaciones la mente titánica, asúrica o prometeica, en su doble vertiente racionalista e irracionalista (voluntarista, sentimentalista o emotivista), ha suprimido la luz roja que señalaba los limites que no se podían traspasar y advertía de los peligros y amenazas que se cernían sobre la vida humana, al mismo tiempo que ha apagado la luz verde que alienta la esperanza, da paso a todo lo bueno y muestra la senda por la que hay que avanzar, la senda de la paz, de la sana vitalidad y la verdadera salud, haciendo posible ese verdor vital y espiritual del que hablaba Hildegarda de Bingen.

De la breve muestra que acabamos de exponer se deduce que al titanismo o tantalismo es inherente una congénita inclinación a la violencia, a la tiranía, al atropello, a la opresión, al absolutismo y al despotismo. No podía ser de otro modo, siendo la mentalidad titánica una expresión del Ungeist o Antiespíritu, el cual, según apuntábamos con anterioridad, tiende a tiranizar incluso la propia existencia, lo que quiere decir que busca de forma obsesiva oprimirla, manipularla y deformarla, Enlazando con lo que hemos explicado acerca de Set o Tifón, la fuerza antihumana y anticósmica del antiguo Egipto, siempre amenazante desde la oscuridad y el desierto, es interesante mencionar que algunos autores sostienen que el nombre Set significa “lo que tiraniza, obliga y constriñe por la fuerza” (that which tyrannises and constrains by force).

Lo titánico va inseparablemente unido a lo tiránico. El inevitable resultado del titanismo egolátrico, endiosador del ego humano (más bien habría que decir del ego inhumano), es siempre la tiranía. Las ideologías, teorías y movimientos que enarbolan la bandera prometeica prometiendo la liberación de los seres humanos, de los pueblos y las naciones, no hacen sino abrir el camino que conduce a la opresión. Opresión en vez de liberación: una opresión que condena a los individuos y a las sociedades a un sufrimiento tantálico, un malestar incurable y que no tiene fin, una tortura semejante a las de Tántalo y Sísifo en el mito griego.

La inclinación titánica se traduce inevitablemente en tiranía. Vivir titanizado significa vivir tiranizado: ejercer una violenta tiranía no sólo sobre el prójimo, sino también sobre uno mismo. La actitud titánica o prometeica, al rebelarse contra el Espíritu, que es la fuerza liberadora por excelencia, lleva consigo un tiranizar la propia vida, algo mucho más frecuente de lo que solemos pensar, haciendo imposible en ella la necesaria holgura vital, una sana articulación del vivir cotidiano, con la consiguiente pérdida de la normalidad, la salud, la dignidad, la libertad y la felicidad. Lo cual no puede dejar de proyectarse sobre el entorno, sobre la realidad circundante, sobre el medio social, humano y natural. El titanismo es lo más opuesto al auténtico humanismo, esto es, al cultivo, respeto y desarrollo integral de la persona humana.

Ya el historiador francés Fustel de Coulanges había mostrado que, en la antigua Grecia, lo que definía esencialmente a la tiranía, distinguiéndola de otras formas de gobierno, era la instauración de un poder que ya no está vinculado al culto y los ritos sagrados. El tirano prescinde de la fundamentación sacral, algo que las culturas tradicionales consideran esencial, pues su poder se asienta en su propia genialidad, ambición o habilidad personal, y en el démos, en la masa popular, que el tirano adula y seduce mediante la demagogia, así como haciéndole toda clase de dádivas materiales (el famoso “pan y circo”: alimentos, subvenciones, diversiones, etc.), que le mantienen contento y satisfecho. La tiranía es, por tanto, un poder sin culto, un gobierno profano e irreverente, un mando que prescinde de los dioses (la influencia de lo alto) y se ejerce sin una previa ni posterior consagración; en suma, un poder titánico o prometeico.

En el siglo XX comprobamos que las ideologías y las corrientes de inspiración titánica, prometeica, tantálica o asúrica, han instaurado ese poder sin culto, o peor aún ateo y antirreligioso, que se apoya en la dictadura o tiranía de la masa, de la plebe, conduciendo en la mayor parte de los casos a la oclocracia, el gobierno de los peores. Y hemos comprobado asimismo hasta la saciedad que ese poder carente de fundamentación sagrada es un sistema inevitablemente corrupto y corruptor en sus mismas entrañas, en el cual se da esa corrupción recíproca de la que hablaba Wilfredo Pareto: los dirigentes corrompen a los dirigidos, para así dominarlos mejor, los cuales a su vez estimulan la corrupción de los dirigentes, tolerándoles o incluso aplaudiéndoles toda clase de vicios y corruptelas, en un incorregible círculo vicioso. Y no puede desconocerse, ya que hablamos de la terrible Guerra del 14, que a los dirigentes corrompidos y corruptores les importa bien poco desencadenar una gigantesca catástrofe bélica y enviar al matadero a cientos de miles o millones de seres humanos, esas míseras creaturas que ellos tratan como si fueran cosas y corrompen con sus malas artes, sus nefandas ideas y actitudes.

En esa dinámica corruptora, tan usual en la modernidad, desempeña un papel decisivo la tiranía de la mentira, que las ideologías y los sistemas políticos modernos imponen gracias al tremendo poder de la propaganda. Pocos poderes tan corruptos y corruptores como el de la mentira. La mentira, la falsedad y el engaño lo corrompen todo. Y pocas palancas tan eficaces en la tarea de extender la corrupción y la mentira como la propaganda. La propaganda tiene tal fuerza, es tan eficaz y penetrante su labor persuasiva, que sus mentiras acaban creyéndolas incluso quienes las han forjado, quienes manejan y controlan los resortes del engranaje propagandístico. Es una de las llamativas debilidades, incoherencias o paradojas de la mente titánica. No cabe duda de que el amor y la inclinación a la mentira, unido lógicamente al desprecio de la verdad, cuando no al odio y la aversión a esa misma verdad, constituye un rasgo típico del titanismo.

La tiranía de la mentira se presenta hoy como uno de los elementos característicos del mundo actual, el mundo surgido de las dos guerras mundiales. Con razón se ha calificado al siglo XX como “el siglo de la mentira” (das Jahrhundert der Lüge, como reza el título del excelente libro del alemán Hugo Wellens). Y ya sabemos que, como enseña el mismo Cristo, la verdad nos hace libres, de la misma forma que la mentira nos hace esclavos. No hay fuerza más esclavizadora, opresiva, tiránica y enemiga de la libertad que la mentira, lo cual va ligado a su influencia corruptora. Esta tiranía de la mentira, signo de los tiempos que vivimos, se pone en evidencia, sin ir más lejos, en la interpretación no sólo de la Guerra del 14, sino de la Guerra Mundial en bloque (con sus dos capítulos sucesivos e íntimamente conectados), que hoy se nos ofrece, o mejor se nos impone, como una verdad indiscutible, como un dogma histórico que no admite disensión ni discrepancia.

Una sociedad titanizada o tifonizada es una sociedad pseudófila y aletheiofóbica (en griego pséudos = mentira, falso; aletheia = verdad); es decir, que en ella resultan dominantes la mentirofilia y la veritofobia. Siente una irresistible fobia a la verdad, que tiende a deformar y ocultar. Y al mismo tiempo una filia, afición o atracción fatal por la mentira. Lo falso (pséudos) se entroniza y reverencia con una fe y un entusiasmo dignos de mejor causa. Dentro de tal sociedad se erigen incesantemente monumentos, tronos y altares a la seudosofía (la falsa sabiduría) y la seudodoxia (la opinión falsa, errónea y mendaz). El aire está invadido y dominado por seudoideas, seudovalores, seudoverdades y seudoprincipios. Se vive así en una seudorrealidad, magnífica, brillante y esplendorosa (en apariencia). En ese tipo de sociedad lideran, mandan y guían las conciencias los seudodidáctalos (los falsos maestros y los falsos doctores, con títulos pero sin ciencia, o con títulos falsos y sin valor), los seudégoros (embusteros), los seudólogos (impostores), los seudorcos (perjuros), los seudologistas (malrazonadores, los que razonan mal) y los seudoplastas (artistas de falsedades y trampantojos). Todos los cuales ayudan a envilecer, encanallar, entontecer y fanatizar a las masas.

Hay que hacer notar, por otra parte, que el titanismo, al que Peter Wust llama “tantalismo” y que podríamos llamar también “tifonismo”, lleva consigo, como ya hemos indicado, un fanatismo y un radicalismo extremos, proclives a toda clase de violencias y excesos. Convencidos como están, tanto los líderes titánicos como las masas titanizadas y tiranizadas, de ser los portadores de una fe pseudorreligiosa, definitiva y supremamente liberadora, la más avanzada e ilustrada que se pueda imaginar, no se detendrán ante nada. Su fanatismo titánico y tiránico les llevará a fomentar, desencadenar, justificar y aplaudir las peores atrocidades, echando la culpa o haciendo responsables de las mismas a sus enemigos, que en la mayoría de los casos serán sus víctimas.

De la cólera titánica o tifónica de las masas fanatizadas, ideologizadas, guiadas por los demagogos y educadas en un atroz sectarismo podrá arrancar en cualquier momento un violento huracán de pasiones que, semejante a un tifón, un tornado o una tormenta del desierto, irá arrollándolo todo y derramará riadas de sangre, acompañadas de estallidos de crueldad difícilmente imaginables para una mente normal. Es lo que pudo comprobarse, al igual que en la revolución comunista rusa y en otras muchas revoluciones de diferentes países, en la España de los años 30, con los estragos sangrientos que produjo la revolución roja: crímenes, violaciones, checas (con indecibles y sádicas torturas), asesinato de personas inocentes, cruel persecución religiosa, saqueo y quema de iglesias, destrucción de obras de arte, lucha a muerte incluso entre los distintos bandos revolucionarios de distinta orientación ideológica. Un furor ixiónico y cainita al que toda crueldad parece insuficiente.

Como apunta Gabriel Marcel, las masas son fácilmente fanatizables. Son propensas al fanatismo y acogen con fruición cualquier propuesta fanática y el más leve estímulo a la fanatización que se les ofrezca o les aguijonee, por muy absurdo que sea tal estímulo, señuelo o aguijón. Pero las masas son también indiferentes, apáticas y pasivas ante la mentira. Más aún son tremendamente receptivas para cualquier falsedad, embuste o engaño que se les ofrezca como alimento, como pienso nutricio (pienso para deformar la mente, para no pensar o para pensar contrariamente a como se debe pensar). No sólo no les importa que se les engañe y mienta, sino que en la mayoría de las ocasiones, sobre todo cuando están en juego concepciones ideológicas o fuertes pasiones, prefieren la mentira a la verdad. Les encanta chapotear en el lodazal de la mentira. Gustan de ser manipuladas, trampeadas, hipnotizadas, engañadas y vilmente estafadas o timadas. Sienten una especial predilección por las teorías y los esquemas inventados, por los espejismos ilusorios, por los trampantojos y señuelos propagandísticos, anteponiendo esos falsos enfoques a la visión clara, serena y objetiva de la realidad.

Pero la mentira es la antesala de la esclavitud, la herramienta que forja las cadenas de la servidumbre y el sometimiento servil. Es el instrumento predilecto da la tiranía, como ya hemos apuntado. Despotismo y servilismo son las dos caras, el anverso y el reverso, de la mendacidad. Por eso las masas, dada su inveterada inclinación al fanatismo y su propensión a aceptar y abrazar la mentira, se convierten automática e inevitablemente en esclavas. Viven en perpetua servidumbre, sometidas a los demagogos, los chovinistas fanáticos, los dementes ideologizados, los poderes fácticos y las fuerzas anónimas dominantes en la sociedad moderna, que las conducen a su antojo de forma tan vil y traidora como astuta y artera. Esos poderes, fuerzas e influencias, ocultos o bien visibles, movidos siempre por oscuros intereses, hacen todo lo posible para fomentar, afianzar y estimular la ignorancia, la superficialidad, la banalidad, la idiocia, la necedad y la estupidez de la masa, sabiendo que ahí radica la clave secreta de su tiranía, pues así se la puede convencer fácilmente de que es más libre cuanto más esclava. De ahí que desencadenen auténticas campañas masivas de atontamiento, idiotización y cretinización de la población.

La titanización viene a suponer una tetanización de la vida humana y, en especial, de las sociedades, los grupos y los organismos colectivos. Las masas tiranizadas y titanizadas, además de cretinizadas y fanatizadas, son tetanizadasse les ha inoculado el tétanos de la falsedad y la mentira, de la rigidez y la cerrazón mentales, de la tendencia a la agresión y la violencia, del sectarismo impío, de la ignorancia y la ceguera irreverentes, de un intolerable e intolerante partidismo, del odio contra aquellos que han sido declarados enemigos. Se trata de un tétanos, un cólera, un tifus, un pasmo, una peste, una septicemia o una fiebre álgida (fiebre héctica o hética, que no ética, pues es radicalmente antiética) que invade y se apodera por entero de la mente, consistente en una creencia supersticiosa, alienante y espiritualmente paralizante: creer que se está en posesión de la verdad, cuando la Verdad queda completamente arrinconada, despreciadavilipendiada y escarnecida, incluso proscrita y sepultada.

Y, en relación con lo que hemos dicho sobre la idiotización masiva a la que conduce la tiranía titánica o asúrica, hay que añadir que esta contaminación anímica, esta lamentable tetanización del alma acaba traduciéndose, por obra y gracia del poderoso aparato propagandístico, en tontización, zonzización o zombizaciónLos seres humanos quedan convertidos en zombis que obedecen y siguen ciegamente, de forma tan sumisa como necia y atolondrada, las consignas, órdenes y directrices de sus amos. Esos amos liberadores que se consideran los redentores del género humano, los indiscutibles e indispensables constructores de un mundo mejor.

No queda sino señalar que el potente desarrollo de la maquinaria propagandística, que tan letales efectos tendrá en el desencadenamiento de las dos guerras mundiales, así como en los horrendos episodios de crueldad e inhumanidad que proliferarán a lo largo de su desarrollo y en su misma finalización, es un resultado del progreso de la técnica moderna y la creciente tecnificación que el industrialismo introduce en la vida de los pueblos de Europa y América. Si Gabriel Marcel resaltaba la importancia de las “técnicas de envilecimiento” en la configuración del ambiente inhumano dominante en los conflictos políticos y bélicos del siglo XX, habría que añadir a tal diagnóstico el decisivo papel desempañado por las “técnicas de entontecimiento”.

Así se explica –por semejante tetanización, contaminación o envenenamiento del alma– el entusiasmo con el que pueblos que se suponía cultos y civilizados se lanzan a la guerra a la que van a enviarles sus ideologizados, irresponsables y manipuladores dirigentes. Ese entusiasmo, sin ir más lejos, que estalló por doquier en Europa al conocerse la noticia de la declaración de guerra. Sólo en unas mentes contaminadas por el tétanos mortal de la rebeldía titánica podía brotar esa euforia suicida. Sólo en sociedades infectadas por el tétanos sectario de la irracionalidad, la inquina, la fobia y el rencor, puede explicarse la alegría, la exaltación y el frenesí con los que naciones enteras marchan al matadero y la carnicería que han sido alimentados, planificados y organizados de forma tan demoníaca por sus dirigentesÚnicamente bajo ese impacto tiránico, titánico y tetánico, profundamente envilecedor y deshumanizador, era posible que grandes masas de seres humanos se entregaran, como si de un horizonte gozoso de tratara, a la siniestra tarea en perspectiva no sólo de matar, asesinar, destruir, torturar, violar y masacrar, sino también de dejarse matar y masacrar.

El titanismo o tifonismo viene a ser, según apuntábamos, como un tifus del alma o la mente. Una grave dolencia, sumamente contagiosa y pestilente, causada por el toxico viento tifónico. Y ese tifus exhala un tufo hediondo, un tufo infernal, que se contagia a todo lo que engendra y a todo cuanto toca. Un tufo moral y estético, o más bien amoral, antimoral y antiestético, que las masas olfatean y respiran con agrado, teniéndolo por un grato aroma. Es un tufo intenso, tan penetrante, tan desagradable y repulsivo, que más que tufo es tufón. El soplo tifónico, al ira pasando con su aliento desertizador por los distintos ámbitos de la cultura y la vida social, va dejando un rastro nauseabundo que lo impregna todo y tiene efectos letales. Como se diría en catalán tufeja tot (lo atufa todo), tot reman tufejat (todo queda atufado). El tifonismo desemboca así en tufonismo.

Lo tifónico es tufónico: exhala emanaciones y gases mefíticos, hedores pestilentes que intoxican y envenenan las almas, efluvios de podredumbre que enturbian la visión de la realidad. El tufo tifónico es una hedionda emanación que viene de los bajos fondos del alma, de la oscura y fétida sentina del psiquismo donde se acumulan las inmundicias mentales, de las cloacas anímicas donde se incuban y anidan las tendencias parasitarias, aquellas tendencias malsanas que parasitan el alma y la descomponen, estragan y pudren por completo. Es ahí en esos fondos tifónicos y tufónicos donde se prepara el camino para la dictadura o tiranía de la hez social (o mejor antisocial), los déspotas inmisericordes y demagogos, los individuos-masa ávidos de poder y con obscenas aspiraciones; una tiranía catagógica y oclocrática que tan perversas consecuencias acarrea siempre.

La podrida alma tifónica lo llena todo de podredumbre y de maloliente miseria moral (amoral o inmoral). Recogiendo las sonoras palabras del gran poeta inglés Alexander Pole, podemos decir que todo cuanto manifiesta, expresa, trama y ofrece el alma tifónica stinks and stings, apesta y escuece, hiede y pica (con un picor o escozor irritante en grado sumo que descompone al sujeto que lo sufre y despierta en él malos impulsos y violentas reacciones). La expansión de la influencia tantálica o tifónica produce un atufamiento general. Nada ni nadie puede escapar a ese influjo atufador, emponzoñante, contaminante y corruptor.

El simple contacto con el soplo de Tifón es como la dolorosa picadura de una pérfida araña, una tarántula o un escorpión, que en este caso, además de inocular su veneno, derrama un pestífero olor que es prueba de su nefando origen y su abisal naturaleza. El veneno y tufo que, como alacrán oculto bajo las dunas del desierto, inocula el aguijón de Set o Tifón asuela y desertiza la existencia, causa una comezón que no hay manera de calmar, ocasiona un sufrimiento inmenso que irrita y despierta odio, deseo de venganza contra lo que sea, afán de destrucción y aniquilación. La picadura tifónica, además de atufar y apestar la vida provoca una desazón que hace que uno esté siempre inquieto y agitado, incapaz de parar hasta que no haya causado gran daño.

Curiosamente, la palabra “tufo”, que significa hedor o mal olor, tiene también en español la acepción de “soberbia, vanidad, engreimiento o entonamiento”, usándose entonces preferentemente en plural: así, por ejemplo, “tener muchos tufos”, “los insoportables tufos de un individuo” o “¡este sujeto tiene unos tufos!” (“los tufos” viene a ser sinónimo de “los humos” o “las ínfulas”). El verbo “atufar” significa “recibir o tomar tufo”, o sea, “ensoberbecerse”. Y “ufanarse”, envanecerse o vanagloriarse, sugiere “tufanarse”. En algunos países de Centroamérica, el adjetivo “tufoso” se utiliza como sinónimo de “soberbio, vanidoso o engreído”. Y no hay que olvidar que la soberbia, la hybris, es precisamente uno de los rasgos más característicos del alma titánica. La soberbia egocéntrica aparece también como el factor decisivo en la rebelión de Lucifer del mito judeocristiano. Ni que decir tiene que el entonamiento del alma vanidosa deviene con facilidad entontamiento.

Por otra parte, “tufo” puede significar también “sospecha de algo que está escondido”. Se huele o intuye que hay algo que se oculta, que no se quiere sacar a la luz, pero que se presiente nefasto y huele muy mal, y por eso precisamente es ocultado, haciendo todo lo posible para que no se conozca. En el caso que nos ocupa, ese tufo de bien fundada sospecha proviene de la inconfesable falsedad en que se asienta la civilización titánica, el engaño básico y fundamental constitutivo del inmundo tifónico. Son, por ejemplo y sin ir más lejos, las trampas y sucias maniobras que están en el origen de la Guerra Mundial. Parafraseando una conocida cita evangélica, podríamos acuñar y retener la siguiente sentencia: “por su tufo los conoceréis”.

¿Cuáles son las formas de manifestarse ese tufo que proviene de la insurrección titánica o tifónica? Entre otras posibles muestras, el tufo de la mentira, el tufo de la bajeza y la infamia, el tufo del dinero, el tufo del capitalismo brutal y soez, el tufo de la obsesión por el beneficio pecuniario, el tufo de la mala conciencia (y la inconsciencia irresponsable y voltiza), el tufo de la corrupción, el tufo de la hipocresía, el tufo de la estupidez, el tufo de la petulancia ignorante, el tufo de las cloacas y las alcantarillas ideológicas, el tufo de las sucias maniobras políticas, el tufo de la politiquería rastrera y vil con su maquiavelismo y oportunismo chaquetero, el tufo de la deslealtad y la traición (la traición en especial a los principios y valores espirituales), el tufo de la ambición y la envidia, el tufo del odio y el rencor, el tufo de las bajas pasiones y los oscuros intereses. El tufo que desprenden la demagogia y los demagogos con su artera manipulación del lenguaje, de las ideas y las emociones. Y por supuesto, el tufo de la propaganda y su manipulación de los hechos.

En la literatura y en el lenguaje coloquial se ha hablado a menudo de “el olor del dinero”. Refiriéndose a esta expresión un psicoanalista húngaro de origen judío (Alexander Ferenc Gábor, si mal no recuerdo, o quizá Sándor Ferenczi), comparaba tal olor del dinero con el olor de los excrementos, de las heces fecales, de la descomposición o fermentación de algo orgánico. Y todo esto no deja de tener relación con el tema que nos ocupa, pues ya hemos visto la influencia que las fuerzas dineristas tuvieron en la Guerra Mundial. El nauseabundo aroma crematístico impregnaba el ambiente prebélico en un mundo entregado al culto de la economía.

Al hacer estas reflexiones vienen a nuestra mente las célebres palabras del Hamlet de Shakespeare: “Algo huele a podrido en Dinamarca” (Something is rotten in the state of Denmark). No algo, sino muchas cosas apestan y huelen a podrido en el inmundo pergeñado por el Ungeist. Podríamos decir que el Ungeist va siempre e inevitablemente acompañado por un fuerte Unduft (anti-fragancia; Duft = perfume, aroma, fragancia). El Antiespíritu introduce una auténtica tufarada o hediondez en todos los planos y niveles de la existencia. El asco es la reacción natural ante tanta depravación y putridez.

Nada más necesario para una sociedad y una cultura, al igual que para cualquier persona que viva en este inmundo tan atufado, que desatufarse, verbo que el Diccionario define como “liberarse del tufo subido a la cabeza”, lo que puede interpretarse asimismo, en un sentido figurado y más amplio, como liberarse del fétido tufo que ha estado contaminando el alma o la mente. Desatufarse significa, en definitiva, destitanizarse, destifonizarse o desasurizarse, lo que es tanto como decir sanar y superar la propia tetanización, zonzización y zombización; o, lo que es lo mismo, retornar a la normalidad y recuperar la dignidad y libertad perdidas. El alma y la vida recuperarán entonces su esplendor, su esencia, su aroma y su fragancia naturales.

En el caso de la Guerra Mundial ese tufo o hedor ocasionado por los vientos huracanados de Tifón resulta dramática y angustiosamente visible en el insoportable olor que emanaba de los campos calcinados, ennegrecidos y contaminados por las bombas y las explosiones, el hedor de los gases mortíferos que envenenaban el aire y que dejaron tantos ciegos y lisiados, los negros efluvios que surgían de las hediondas trincheras, la fetidez de los cadáveres de hombres y animales que se extendían a lo largo y ancho de los campos de batalla (las antes verdes campiñas de Europa). Todo ello mostrando las consecuencias del fanatismo bélico que despertó, encendió y atizó en el Viejo Continente el Antiespíritu titánico o tifónico.

Consistiendo básica y esencialmente la tiranía, como ha quedado dicho, en el abandono o repudio de lo Sagrado, en el rechazo de la Sacralidad, hay que puntualizar que el fanatismo propio de las ideologías titánicas es un fanatismo sin fanum, sin templo, lo que es tanto como decir sin Fas, o sea, entregado al Nefas, al Adharma o Anrita (el Anti-Orden). Hemos de vérnoslas con un fanatismo afánico o desfánico, como no podía menos de ser dado su carácter radicalmente profano y profanador (significando el prefijo latino pro- “fuera de”, en este caso fuera del templo o fanum); o sea, que es un fanatismo carente de ese afán servidor, defensor y protector del templo, del altar, de lo divino y sagrado, que significa etimológicamente la voz “fanático” (amante, entusiasta o incondicional del templo y de todo lo con él relacionado). Y no se trata sólo de la carencia de tal orientación religiosa, piadosa, fánica (fanárica, fanática en el mejor sentido) y fásica (obediente al Fas o Ley divina), sino que hay además una proyección y una actitud diametralmente opuestas a la misma, visceralmente hostil a ella. Es un fanatismo de la impiedad, de la antisacralidad y la antirreligiosidad, del menosprecio del templo o del odio al templo.

Lo titánico, siendo violento y fuertemente fanático, resulta también tanático, heraldo y mensajero de la muerte (thánatos en griego). Por su inclinación violentamente fanática, exaltada y extremista, con fuertes ribetes o arrebatos cainitas, tiende a convertir el mundo en un inmenso tanatorio, en un gigantesco cementerio, como se comprobará en las dos guerras mundiales (o, si se prefiere, en los dos capítulos de la Gran Guerra Mundial). Al titanismo o tantalismo moderno, antisacral y lleno de soberbia diabólica, lo mueve una pulsión mortífera, una querencia tanática, de la cual brota la llamada “cultura de la muerte”, que no hará sino desencadenar conflictos, guerras y revoluciones que van sembrando por doquier la mortandad, en condiciones a menudo atroces y extremadamente inhumanas.

Ese mundo que se ve inmerso de repente en la inmensa tragedia que va de 1914 a 1919 es un mundo que ya desde hacía tiempo había entrado en descomposición por su desviación titánica o prometeica. Es un mundo que, con su culto al dinero, al poder material, a la violencia y a la mentira, se mueve en la oscuridad avídica, siendo por ello incapaz de ver con claridad, de forma realista y objetiva las cosas. Oscuridad avídica (ligada a la avidya), consecuencia inevitable del eclipse de la Sabiduría y de la decadencia y oscurecimiento de la inteligencia, como ya antes hemos comentado. Y esa oscuridad avídica se traduce, por un lado, en violencia desmedida, furor disolvente y destructivo, y por otro, en avidez apropiadora, explotadora y dominadora; una avidez capaz de arrollarlo todo, una ambición desmedida, una avaricia sin límite que se quiere apropiar ilegítimamente, de forma artera y violenta, de cualquier cosa que encuentre en su camino.

He aquí adónde conduce la desmesura o hybris titánica. Como consecuencia de toda esa orientación (o mejor, desorientación) prometeica, samsárica, antifánica, desespiritualizada, desprincipiada, mundana e inmunda, nos encontramos con una sociedad henchida de soberbia que, por su progreso técnico y por el poderío de su industria, se considera superior a todo lo que queda atrás en el pasado y a cuanto tiene alrededor, pero que no sabe orientarse en la vida, no acierta a interpretar correctamente la realidad y, además, se deja invadir por el odio y el rencor. Una humanidad descarriada que es incapaz de darse cuenta de los inmensos destrozos que ha ocasionado y sigue ocasionando, siendo menos aún capaz de reconocerlos y corregirlos. Lo cual la lleva irremediablemente hacia la autodestrucción y hacia la destrucción del Planeta.

Son muchos los indicios y síntomas que, con anterioridad a la Guerra Mundial, apuntaban ya al mal que infectaba a la moderna Europa descreída, escéptica, prepotente, engreída y poseída por los violentos demonios de la destrucción y el caos. Eran muchas también las voces que venían advirtiendo del peligro que se cernía sobre la civilización europea y sobre todas las naciones del Continente. Y no fueron pocos los fogonazos, las advertencias y las señales de alarma que se encendieron por doquier en los años anteriores al estallido de la guerra y que deberían haberse tenido muy en cuenta, invitando a una profunda reflexión.

Aunque no tiene nada que ver con la guerra ni con las causas que la originaron, ni tampoco con la política y sus conflictivas vicisitudes, no puede dejar de mencionarse un acontecimiento luctuoso, un hecho trágico que ocurrió por aquellas fechas y que conmocionó al mundo entero. Fue un suceso tremendamente impactante que, dejando aparte las tristes circunstancias en que se produjo, encierra una gran significación simbólica, fácilmente perceptible para quien quiera ver.

En 1912dos años antes del comienzo de la conflagración mundial, tiene lugar el hundimiento del Titánic, el gigantesco trasatlántico, orgullo de la ingeniería, la técnica y la industria modernas, al que se calificaba de “insumergible” (unsinkable) y del que se había llegado a decir “Ni el mismo Dios podrá hundirlo”. Un barco soberbio y emblemático, en el que parecen quedar plasmados el poderío y la grandiosidad de la moderna civilización occidentalmirado como buque insignia del progreso, que se hundió en su primer viaje en aguas del Atlántico tras chocar con un iceberg. Todo un presagio metafórico, alegórico o simbólico de lo que se avecinaba. Se trató de un simple accidente azaroso, pero que pudo haberse evitado con un poco más de prudencia, de mesura y de sensatez, tanto en la construcción como en la navegación (renunciando, por ejemplo, a la obsesión por llegar cuanto antes a su destino, para demostrar que era el buque más rápido del mundo).

Desde la perspectiva desde la que actualmente contemplamos los hechos y sucesos históricos, tan lúgubre acontecimiento aparece, como decimos, cargado de significado: tiene su propio mensaje simbólico, no por triste menos elocuente y que la mente despierta sabrá captar en toda su hondura. Acontecimiento simbólico por el hecho mismo del accidentado hundimiento, por la inesperada tragedia que supuso su irse a pique con miles de víctimas, así como por la imprudencia y temeridad con que el famoso trasatlántico surcaba aguas plagadas de peligros (si hubiera reducido la velocidad tras el aviso de la existencia de icebergs, tal vez no se habría producido el funesto accidente). Pero esto no es todo. Dicho gigantesco y lujoso buque, que se consideraba no podría naufragar ni hundirse jamás por la perfección técnica con que había sido construido, viene a ser también un símbolo por su descomunal tamaño, de la civilización titánica, asúrica y rajásica que, con su insaciable ambición y su propensión a las ciclópeas dimensiones, estaba abocada a la catástrofe que iba a desembocar en la peor de las guerras hasta entonces conocidas.

El titanismo hay que entenderlo aquí no sólo como una expresión de rebeldía frente a lo Divino, sino también como una hybris extrema, una actitud de radical y total desmesura, una búsqueda compulsiva de lo colosal, lo ciclópeo, lo gigantesco, lo enorme, lo materialmente grandioso y desproporcionado, lo impresionante y apabullante, lo suntuoso y fastuoso (que viene a coincidir con lo fáustico). Aquí se pone de manifiesto un rasgo típicamente rajásico, del que podemos ver ejemplos muy significativos en el mundo moderno, especialmente durante el siglo XX y en forma creciente: la gran industria (con instalaciones de tamaño espectacular), las grandes masas, los grandes capitales y consorcios, descomunales edificios y rascacielos, gigantescos supermercados y centros comerciales, grandes estadios deportivos, macroconciertos y macrofestivales que reúnen a decenas de miles de espectadores, aviones de dimensiones increíbles, grandes cargueros y petroleros, embarcaciones destinadas al transporte de viajeros y turistas (en cruceros marítimos) que semejan rascacielos flotantes, armas con enorme poder destructivo, así como inmensos imperios coloniales en los más diversos continentes. Lo grande e inmenso que anula y aplasta a lo pequeño. Lo cuantitativo y masivo elevado a la máxima potencia.

Siempre la búsqueda rajásica de “lo más”: lo más grande, lo más lujoso, lo más alto (edificios, torres, antenas, obeliscos, estatuas y monumentos), lo más impresionante, lo más vendido, lo más pesado y potente, lo más espectacular, lo más grandioso, lo de mayor capacidad y mayor tamaño, lo más brillante. La manía de los records: ir siempre a más: más cantidad, más dinero, más producciónmás ventas, más consumo, más bienestar, más fama o renombre, más relaciones (o seudorelaciones), más poder, más influencia, más velocidad, más kilómetros recorridos, más tiempo (haciendo cualquier cosa, por estúpida que sea), más público, más audiencia, más impacto, más gente reunida en un sitio, más administración y más burocracia, más democracia, más votos, más libertad, más impuestos, más controles (espionaje y vigilancia), más masas enfervorizadas (mayores en número), más avances tecnológicos, más información (con más desinformación), más diversión, más ruido, más insolencia e indecencia, más escándalo y más llamar la atención, más ruptura y trasgresión (ser más rompedor), más rebeldía, más quejas y protestas, más exigencia de derechos, más originalidad (lo que significa más extravagancia, estupidez y absurdez, como ocurre en el arte), más grandes espacios, más terreno o territorio, más población, más armas, más tropas, más manipulación, más demagogia, más mentiras, más víctimas (en la guerra y el terrorismo), más de lo que sea.

Son las tendencias que iban imponiéndose en la llamada Belle Époque, finales del siglo XIX y principios del XX, antesala de la catástrofe. El tristemente célebre Titánic –construcción representativa de dicha Belle Époque, con su engañoso ambiente de paz, prosperidad y felicidad–, es una clara muestra de tal impulso rajásico, y al mismo tiempo titánico, en su búsqueda de lo imponente, descomunal, desmesurado y exorbitante. Los constructores y propietarios del gran trasatlántico se enorgullecían de su tamaño, presumiendo de poder exhibir el barco más grande que se había construido hasta entonces. La publicidad realizada por la empresa, la White Star, lo ensalzaba también como “el barco más lujoso del mundo”. Se dijo de él, no sin razón, que era “un barco de superlativos”: batía todos los records; todo en él era descomunal, lo mejor, lo más, lo más grande y lo más espectacular.

En una foto-montaje propagandística publicada con motivo de la botadura y primer viaje del Titánic, para mostrar al público hasta que punto llegaban las enormes dimensiones de dicho barco, se reproducía la silueta del mismo colocada en vertical y en paralelo junto a varios altos edificios, como algunos rascacielos neoyorquinos, una catedral gótica, una pirámide egipcia y la Basílica de San Pedro en Roma. En la ilustración se podía ver cómo el perfil del Titánic rebasaba en altura a todos esos elevados edificios. En fin, una pura y monumental representación de la mentalidad rajásica.

Rabindranath Tagore, a quien ya hemos citado con anterioridad, refiriéndose al ambiente que precedió a la guerra y las fuerzas que la desencadenaron, destaca como un elemento decisivo “las feas complejidades inseparables de las organizaciones gigantes del comercio y el estado”. Tagore hace aquí una explícita referencia a esa manía de lo gigantesco y enorme, a lo que añade el detalle de la fealdad que suele acompañar a tales construcciones, organizaciones y sistemas mastodónticos. Lo que supone una especial ceguera no sólo para la verdad sino también para la belleza; es en el fondo un desprecio y hostilidad hacia ambas. Y apuntando todavía cómo ese gigantismo propio del titanismo va ligado a la huida de la realidad y de la verdad, declara que la Guerra del 14 supuso ni más ni menos que “la tragedia de lo irreal” (the tragedy of the unreal).

El Titánic es todo un símbolo. Símbolo de la soberbia, la altanería, la vanidad, la megalomanía, la desmesura y la hybris de una civilización desaxiada, y por eso mismo desahuciada, sentenciada sin remedio ni sanación posible, condenada a un negro y funesto destino. En ese gigante de los mares podemos ver el orgulloso y clamoroso emblema de un mundo que, ciego y sordo a todas las advertencias, se labra con furor titánico su propio naufragio.

No es casualidad que el enorme trasatlántico que se hundió tras su choque con un iceberg, y cuyo trágico naufragio fue como un presagio de lo que se avecinaba en el horizonte, portara precisamente el nombre de “Titánic”. Se alzaba sobre las aguas oceánicas como la representación visible, elegida y erigida con orgullo por el alma titánica, de una civilización que corría necia y alocadamente hacia su autodestrucción, hacia su definitivo hundimiento.

Es significativo que, entre otras deficiencias, el Titánic carecía de reflectores (searchlightsphares-chercheurs en francés, “faros-rastreadores”), como sí tenían la mayoría de los barcos de la Marina británica, lo cual quiere decir que no tenía la necesaria e imprescindible luz para orientarse en la noche y por zonas peligrosas. Al no contar con los indispensables faros, sin luz que iluminara las aguas, los escasos y mal provistos vigías (sin prismáticos y otros medios técnicos indispensables) apostados en la proa y lo alto del barco no pudieron ver el gran iceberg que se aproximaba al buque de forma amenazadora. No cabe duda que la carencia de luz fue una de las causas del accidente, lo que guarda especial relación simbólica con lo que decíamos sobre la tendencia antifanárica, antiluz o antifaro, del titanismo.

El hundimiento del Titánic es el símbolo de la crisis, decadencia y hundimiento de la moderna civilización fáustica y titánica. Simboliza la ruina del inmundo dominado por el Ungeist, el Antiespíritu o Anti-Pneuma, y el fin de su sueño quimérico de una existencia próspera, risueña, libre y feliz por haberse liberado de la influencia espiritual. El Titánic parecía proclamar la victoria de Tifón sobre Zeus. Esto es, el triunfo del furor titánico y tifónico con la eclosión majestuosa de un mundo sin Dios, el mundo en el que Dios ha muerto (obsérvese la semejanza entre Zeus y Deus, pues en ambas voces se plasma la idea del Dyaus Pitar, el Padre Cielo o Padre celeste, de la antigua religión indoeuropea). Es como si los Titanes hubieran por fin conquistado el Cielo y le hubieran impuesto su propia ley o antiley.

La ingente mole del Titánic se hundió con la mayoría de su tripulación y sus viajeros en las negras y gélidas aguas del Atlántico Norte el 14 de Abril de 1912, en la negrura de la noche, sin luz que iluminara la tragedia, en medio de las tinieblas que hacían más angustioso y dramático aún el inmenso percance. El buque calificado de “insumergible” se fue a pique y se sumergió en el fondo del océano en un ambiente que reflejaba simbólicamente la frialdad, la negrura y las tinieblas del Kali-Yugala sombría y triste noche de los tiempos.

Todo un ambiente premonitorio de la oscuridad que se cernía sobre Europa, esa Europa que se creía invencible, inmensa, grandiosa, insumergible, el no va más, la perfección suma, lo más acabado y sublime que hubiera podido imaginarse o construirse a lo largo de la Historia. En 1912 el buque europeo, el Continente entero, con todo su inmenso poderío y armándose hasta los dientes, satisfecho de sí mismo, navegaba a toda máquina hacia la tragedia suicida que marcaría su definitiva decadencia y su ocaso histórico.

El Titánic y 1914: he aquí dos hechos, acontecimientos o momentos históricos de gran significado simbólico. Dos puntos en la Historia de la Humanidad, un nombre y una fecha, tristes, luctuosos, lamentables, cargados de sombras y notas negativas. Y en el segundo caso, la fecha de 1914 –junto a las de 1918 y 1919, que son su culminación–, tanto más triste cuanto que fue celebrada con alborozo, de forma demente e irresponsable, como una esperanzadora oportunidad y como la aurora resplandeciente de un tiempo nuevo.

Pero no nos engañemos. No dejemos que nos engañen y nublen nuestra visión los mensajes propagandísticos y las fanfarrias triunfalistas. El triste y desolador panorama que hemos descrito no ha variado demasiado en nuestros días. El ambiente espiritual de nuestra época no es muy diferente, en lo esencial y profundo, del imperante en el mundo que precedió y siguió a la Gran Guerra. Ésas son, en suma, la civilización y la sociedad en las que seguimos viviendo, las cuales siguen arrastrando los males gravísimos que han provocado en los últimos tiempos tanto sufrimiento, tantos destrozos y crueldades.

El mundo en que vivimos, orgulloso heredero de la Gran Guerra, cuyo fin se nos presenta como la victoria del Bien, de la Justicia y el Derecho, de la Libertad y la Democracia, es un mundo que sigue fascinado con su propia inanidad, con su negatividad demoníaca y autodestructiva. Los pueblos europeos y occidentales continúan presentando, como antaño, el lamentable cuadro de ciegos dirigiendo a otros ciegos del que nos hablan los Evangelios: una masa de ciegos y dementes que son dirigidos por una pseudo-élite de líderes mediocres o antilíderes que son tan ciegos y dementes como el rebaño que tan deplorablemente pastorean.

La Europa y el Occidente actuales, con su mentalidad profana, materialista, egolátrica, individualista y activista, rajásica y tamásica, titánica y prometeica, anárquica y nihilista, semejan un Titánic que navega con marcha acelerada hacia el choque con un inevitable y gigantesco iceberg que se alza desafiante en su camino. Un iceberg espeluznante que está ahí bien a la vista. Un iceberg o montaña de hielo (ice = hielo; berg = montaña) generado y construido por la misma civilización que va hacia él con velocidad suicida (breakneck speed que dicen los anglosajones). Es el iceberg forjado por el odio, la mentira, la impostura, la banalidad, la infamia, la ingeniería social y la opresión ideológica.

En la singladura del mundo europeo-occidental emerge amenazadora esa impresionante y gigantesca masa de hielo flotante, de dimensiones colosales y típicamente rajásicas, formada por el frio gélido y congelador que emana del alma glacial de la civilización moderna, y de cuya masa helada sólo resulta visible una mínima parte quedando el resto, el mayor volumen del monstruoso conglomerado de hielo, bajo la superficie de las aguas del devenir, en los oscuros fondos de la mente titánica. Todo un signo bien elocuente de la oscuridad en que se halla sumida la moderna civilización occidental, cuyos negros resortes, motivaciones y pasiones no son fácilmente visibles, sino que quedan ocultos bajo la hojarasca superficial de las bellas palabras, las pomposas declaraciones y las proclamas triunfalistas. Con su ceguera congénita, dicho continente civilizatorio europeo-occidental ni siquiera es capaz de ver tan descomunal y monstruoso macizo oceánico, construido y botado por él mismo, en botadura solemne y siniestra, que flota cual enhiesta montaña de hielo anímico y mental en el océano de la Historia, aunque oculta tan amenazante montaña helada por la oscuridad del ambiente y por las nieblas o tinieblas de la mente fáustica.

sorprende que ambos, Europa y Occidentesigan imperturbables la marcha enloquecida que les llevó al suicidio de las dos guerras mundiales, sin alterar lo más mínimo su rumbo, dirigiéndose a toda máquina y con una total inconsciencia hacia el violento choque contra ese amenazador y siniestro iceberg que les espera como implacable y fúnebre destino. No han aprendido nada de los trágicos y horrendos cataclismos acaecidos a lo largo del siglo veinte. Parece incluso como si tales sucesos, al quedar sesgada y falazmente interpretados por el bombardeo propagandístico, trucados e invertidos en su significado por la miopía y ceguera ideológica, hubieran afianzado aún más a la sociedad europea y occidental en su fe asúrica, tifónica, titánica o prometeica.

7.- Causa directa del conflicto: la locura nacionalista.

La causa inmediata y directa que provoca el conflicto bélico es, sin lugar a dudas, el nacionalismo, tan extendido entre las diversas naciones europeas. Esto es, el egocentrismo o individualismo de los pueblos. Es un factor que ya ha sido estudiado ampliamente por numerosos escritores y pensadores, aunque no siempre con acierto, verdad y profundidad, por la injerencia inicua y falsaria de la deformación propagandística, la cual está la mayoría de las veces, como en caso del tema que nos ocupa, precisamente al servicio de determinados intereses nacionalistas (aunque en otras ocasiones, y especialmente en nuestros días, sea un ariete que trabaja a favor de oscuras tramas antinacionales).

El origen a todas luces constatable y más evidente de la Gran Guerra fue el choque de los múltiples nacionalismos que fueron creciendo en Europa sobre todo desde el siglo XIX, una innegable herencia de la Revolución Francesa. Lo que se percibe claramente como causante de la gran tragedia es la avidez de las diversas naciones europeas por acabar con la influencia o el poderío de otras naciones vecinas o, simplemente, la obsesión por superarlas en la carrera política, industrial y armamentística, así como por ganar posiciones de ventaja en el juego de fuerza, dominio y pujanza que se desarrollaba desde tiempo atrás en el tablero internacional.

Como puede apreciarse a simple vista, y como vamos a ver con detalle, en los inicios del silo XX todas las grandes potencias se sienten amenazadas, por unas razones o por otras. Inglaterra, Francia, Alemania y Rusia ven con temor el poderío de sus vecinos o competidores y ello les lleva a establecer alianzas para protegerse y defenderse en caso de un posible ataque proveniente de alguna de las potencias consideradas hostiles, o para sentirse más seguras ante la posibilidad de que pudiera producirse un choque armado por causas fortuitas. El miedo de cada nación a perder su poder y a quedar arrinconada será uno de los factores propiciadores del terrible conflicto mundial.

El miedo aparece así como un factor decisivo para el desencadenamiento de la Primera Guerra Mundial (quizá de casi todas las guerras). El miedo, el temor, incluso el pánico o el pavor, que, como inquietud, ansiedad y desasosiego ante una posible amenaza, junto a la consciencia de la propia debilidad, genera agresividad y violencia. Un miedo que, como señalara Martin Buber, es consecuencia de la desconfianza y la incomunicación entre los grupos humanos, entre las naciones en este caso. A lo que debería añadirse también el odio, sembrado por el egocentrismo nacionalista, odio muchas veces visceral, apasionado e incorregible, que se retroalimenta haciéndose cada vez más rencoroso y violento.

En los inicios del siglo XX todas las naciones viven en un estado de tensión, en un espíritu de conflicto, de defensa y ataque, y se preparan para la guerra. Las alianzas contraídas entre ellas, por un lado la Triple Entente (Francia, Gran Bretaña y Rusia) y por otro la Triple Alianza (Alemania, Austria-Hungría e Italia), van a ser la mecha por la que correrá la llama incendiaria que hará estallar el polvorín europeo. Dichas alianzas se forjaron precisamente con la perspectiva de la guerra en el horizonte, estando enfocadas hacia un enfrentamiento con las naciones de la alianza contraria. Y serán las que provoquen la rápida extensión del conflicto armado.

Al saltar los primeros chispazos, con el magnicidio que costó la vida al heredero de la Corona austríaca, lejos de serenarse y apaciguarse los ánimos, llegando a través de negociaciones diplomáticas a un entendimiento, compromiso o solución pactada entre las naciones directamente afectadas por el grave suceso, en este caso Austria y Serbia, que evitara la conflagración, las alianzas férreamente establecidas atizarán el fuego haciendo que la hoguera se extienda con asombrosa celeridad por el continente europeo.

Unas naciones van declarando en cadena la guerra a las otras al haber sido amenazada o atacada por alguna de ellas, perteneciente a la alianza contraria, esta o aquella nación con la que tienen firmado el correspondiente pacto de amistad, protección y mutua ayuda, en virtud del cual se ven compelidas a intervenir. Como en un siniestro juego de billar, en el que una bola va haciendo que, por carambola, vayan golpeándose entre sí una tras otra el resto de las bolas que se hallan sobre el tablero, las diversas naciones europeas van chocando sucesivamente unas con otras con odio premeditado, con precisión calculada y fácilmente previsible, como si no pudieran evitarlo y se vieran condenadas a ese choque sangriento.

En un libro titulado “Nationalism” y publicado en 1917, es decir en pleno furor de la Primera Guerra Mundial, viendo claramente la responsabilidad del nacionalismo en el desencadenamiento de la guerra, Rabindranath Tagore calificaba la fiebre nacionalista en los siguientes términos: se trata de “una cruel epidemia del mal que se está extendiendo sobre el mundo humano de la era presente y está devorando su vitalidad moral”. Tagore definía al nacionalismo como “la apoteosis del egoísmo“ (the apotheosis of selfishness), “el egoísmo organizado de las naciones” (the organized selfishness of nations), “la egolatría narcisista de la Nación” (the self-love of the Nation), “la auto-adoración o el culto idolátrico de la Nación” (the cult of the self-worship of the Nation). Con el crecimiento del poder, ese poder material tan venerado por la civilización fáustica occidental, ha crecido también de forma alarmante el culto al ídolo de la nación, alerta Tagore, y “bajo la influencia de sus humos (its fumes) el pueblo en su totalidad puede llevar a cabo su programa sistemático del más virulento egoísmo (the most virulent self-seeking) sin ser mínimamente consciente de su perversión moral; de hecho, sintiéndose incluso peligrosamente ofendido y resentido si se le hace notar que está incurriendo en tal perversión”.

En unos breves párrafos escritos en lengua bengalí el último día del por aquel entonces último siglo (o sea, el siglo XIX), previendo lo que se avecinaba en el negro horizonte de la política mundial, Tagore advertía admonitoriamente con su característico y bello lenguaje poético: “El último sol del siglo se pone entre las nubes de color rojo-sangre del Occidente y el torbellino del odio. La pasión desnuda del narcisismo (self-love) de las naciones, en su ebrio delirio de codicia y voracidad, está bailando la danza que prepara el choque de los aceros y los versos aulladores de la venganza. El hambriento ego de la Nación reventará en una furia violenta que brota de la desvergonzada alimentación con la que se nutre a sí misma”.

A la hora de analizar los hechos, no debe perderse de vista ninguno de los nacionalismos en liza. Nos encontramos no sólo con el nacionalismo francés y el nacionalismo alemán, tan exaltados y tan convencidos ambos de la legitimidad de su causa. No menos decisivos en el desencadenamiento del conflicto, o en su lenta gestación, serán el nacionalismo inglés (británico, para ser más exactos), con su pretensión de hegemonía mundial y de mantenimiento e incluso ampliación de su gran Imperio colonial, y los nacionalismos eslavos, tanto el ruso como el serbio, englobados en lo que suele designarse como “paneslavismo”. Más tarde intervendrá también el nacionalismo italiano, junto con el búlgaro (que, aun siendo una nación eslava, luchará al lado de Alemania y Austria-Hungría), el rumano, el portugués y el griego. En suma, una terrible e inextinguible hoguera de nacionalismos.

Veamos cómo interviene cada uno de tales nacionalismos en el desencadenamiento, el desarrollo posterior y el desenlace final de la guerra.

Nacionalismo inglés. Inglaterra está preocupada, o más bien temerosa, irritada y alarmada, ante el avance asombroso de la economía, la industria y la técnica alemanas, base sólida del poderío político y militar de la nueva nación que ha nacido recientemente, vigorosa y pujante, en Centroeuropa. Con su característica y orgullosa prepotencia, la pérfida Albión ve cómo va creciendo la flota de guerra teutónica, cuyo poderío pone en peligro su supremacía en los mares, pues dentro de unos años será más potente que la Armada británica.

Todo el mundo es consciente, en los primeros años del siglo XX, de que la Alemania del Káiser ha superado ya con creces a una Inglaterra que se va quedando atrás. La ha superado no sólo en el campo económico, industrial, militar y armamentístico, sino también en el social, intelectual, científico y cultural. El temor ante el ascenso de Alemania se va apoderando de las élites anglosajonas. Los ingleses se sienten envidiosos y recelosos ante esa floreciente Alemania que, tras haber conseguido su unidad, con una extensión territorial y una población superior en número a las de cualquier nación europea, pide un puesto de primer orden en el tablero político del mundo. Hay que tener en cuenta que en 1914 el ejército alemán era el mejor y más poderoso del mundo.

A ello se añade un temor añadido, que preocupa seriamente a muchos dirigentes tanto ingleses como franceses, y es que en caso de un futuro desmembramiento del Imperio Austrohúngaro, cosa más que probable a la vista de la decadencia en que dicho conglomerado plurinacional se encuentra y la grave crisis que lo va minando, la parte del mismo habitada por población de etnia o nacionalidad alemana, a saber, Austria y la extensa región de Bohemia y Moravia conocida como los Sudetes, decida unirse al Imperio alemán del Káiser, con lo cual Alemania llegaría a tener unas dimensiones tan enormes, por territorio y población, que la harían incontrolable e invencible.

Todos estos motivos llevarán a determinados núcleos políticos británicos a buscar la guerra con Alemania a toda costa, y con urgencia, antes de que sea demasiado tarde, al haber aumentado tanto la potencia técnica, económica y militar de la nación teutónica que la haga invencible. Tales núcleos políticos consideran que es la supervivencia del Imperio británico lo que está en juego, encontrándose ante uno de los mayores peligros de su larga historia.

En las maquinaciones para declarar la guerra a Alemania en 1914 jugó un papel capital, como hoy día sabemos, el ínclito Winston Churchill, uno de los políticos más nefastos del siglo XX, nacionalista y belicista fanático, aunque actualmente haya sido casi divinizado por la propaganda, proclamándolo uno de los más grandes genios políticos de la Historia y elevándolo a los altares de la religión laica dominante en estos tiempos caóticos y oscuros. Nos hallamos ante un personaje caracterizado por una descomunal miopía histórica y política, que va unida a una monstruosa capacidad de odio. Un hombre con un odio irrefrenable hacia todo aquello que considere hostil o contrario a su errónea visión de las cosas, y más concretamente a su torpe, furibunda y ciega fe nacionalista. Una pulsión odiadora que no vacilará en recurrir a los más horrendos crímenes y las más brutales masacres cuando se trata de defender el poderío y la preeminencia de Inglaterra, no deteniéndose en absoluto ante la posibilidad de una guerra mundial.

Fue Churchill, entonces Lord del Almirantazgo, quien convenció a los dirigentes británicos, muy reacios en su mayoría a entrar en una guerra que podría tener efectos desastrosos para el país, de la necesidad patriótica de declarar la guerra a Alemania aprovechando la gran oportunidad histórica que se ofrecía a Inglaterra para “aplastar a su principal competidor”.

En un libro reciente, extraordinariamente documentado, titulado The darkest days. The truth behind Britain’s rush to war (“Los días más oscuros. La verdad que hay detrás del ímpetu que llevó a Gran Bretaña a la guerra”), el historiador inglés Douglas Newton ha demostrado la falsedad de la idea forjada por la propaganda, tan extendida y hoy generalmente admitida, de la entrada de Gran Bretaña en la Primera Guerra Mundial como resultado de una supuesta decisión democrática. Newton pone de relieve que entre algunos círculos conservadores, que califica de ultra-nacionalistas, “había una considerable ansia de guerra”: se sentía en tales ambientes una profunda frustración ante el temor de que los liberales no aprovecharan la gran oportunidad que se les presentaba de acabar con el poderío alemán. Como demuestra el citado autor, el Gobierno inglés, bajo la dirección y los manejos de tres personajes clave en este asunto (Asquith, Grey y Churchill), ignoró el clamor generalizado contra la guerra que existía en el pueblo inglésasí como los esfuerzos que Alemania y el Káiser hacían para evitar que la guerra se extendiera por toda Europa. Cuatro miembros del Gabinete dimitieron precisamente como protesta por la turbia y demagógica manipulación que estaba llevando a cabo el “partido de la guerra” (war party).

Ya en 1910 Lord Balfour había declarado al embajador de los Estados Unidos, Whitelaw Reid: “Somos probablemente idiotas por no haber encontrado ningún motivo para declarar la guerra a Alemania antes de que construya demasiados barcos y nos arrebate nuestros mercados”. El diplomático norteamericano replicó que si Gran Bretaña quería competir con Alemania lo que tenía que hacer era trabajar más duro y no provocar una guerra contra una nación inocente.

Hay que tener en cuenta que, por aquellos años de los inicios del siglo XX en los Estados Unidos todavía no se había despertado el odio hacia Alemania, que sería fomentado más tarde por la propaganda antialemana y probritánica; más aún, existía una cierta amistad y simpatía hacia la nación alemana: no hay que olvidar la participación de tropas prusianas en la Guerra de independencia americana, apoyando a los insurgentes dirigidos por George Washington, y la presencia de importantes núcleos de inmigrantes alemanes en los Estados Unidos desde sus mismos orígenes (fue tan importante esta presencia tudesca, que la lengua alemana estuvo a punto de convertirse en el idioma oficial de los Estados Unidos).

El objetivo estaba bien claro: destrozar Alemania, acabar con su pujanza y poderío, convertirla en una nación de segunda categoría y, a ser posible, dividirla rompiendo su unidad. En definitiva: destruirla, aplastarla, anularla por completo como potencia. Hacer imposible su supervivencia como tal centro de poder.

Conviene recordar, remontándose más en el tiempo, que la política de Inglaterra consistió siempre, a lo largo de la Historia, en tratar de socavar el poderío de la potencia que fuera hegemónica en Europa, combatiéndola abiertamente, para que no pudiera hacer sombra a Inglaterra ni obstaculizar la expansión del imperialismo británico. Al principio fue España, con su gran Imperio ultramarino, luego sería Francia (tanto la de Luis XIV como la de Napoleón, con sus antecesores y epígonos), y por último, en el siglo XX, el enemigo a batir y destruir sería Alemania, recién incorporada al concierto de las naciones y convertida en una gran potencia tanto económica como militar, anunciándose como la potencia hegemónica indiscutible para el siglo XX.

Nacionalismo francés. Desde finales del siglo XIX, Francia se halla dominada por el resentimiento contra la nación alemana. Le mueve un insaciable deseo de revancha, pues se considera humillada por la derrota en la Guerra Franco-prusiana de 1870, con la consiguiente pérdida de Alsacia y Lorena. Por otra parte, no hay que perder de vista que la nación gala está convencida de ser la más pura y perfecta, la portadora de la civilización, la abanderada del progreso y las luces, la elegida entre las naciones europeas, y no puede tolerar verse rebajada por unos brutales advenedizos como son los alemanes.

Todos estos elementos bastarán para despertar y azuzar en la nación francesa el ferviente deseo de la guerra. El chovinismo francés se exalta hasta extremos alucinantes, proyectándose en un belicismo que resulta imposible detener o contener. Este extremismo nacionalista y belicista se concretará, como un sangriento ejemplo sumamente significativo, al que ya nos hemos referido con anterioridad, en el asesinato de Jean Jaurès, el famoso líder socialista francés, por su postura pacifista y su radical oposición a la guerra. Se le tacha de traidor a la patria, de cobarde, de amigo o simpatizante de los boches.

Francia entera, desde los sectores demócratas y progresistas a los reaccionarios y antidemocráticos, desea la guerra. Y la prepara, organiza y planifica con ahínco, con vehemencia y pasión, con entusiasmo digno de mejor causa. Está ansiosa de combatir con las armas y por todos los medios disponibles para vengar los ultrajes infligidos a la patria por los boches. Por eso cree necesario lanzarse cuanto antes a la guerra contra la Alemania bárbara y cruel que ha mancillado su honor nacional. Y está convencida de que ha llegado la hora de ir al combate decisivo y liberador que ha estado esperando, soñando y preparando durante mucho tiempo. En una historia de la Primera Guerra Mundial publicada en Francia recientemente (en 2004), leemos en el título de uno de sus capítulos: “La Francia humillada preparó la guerra durante 40 años”.

Durante todo ese espacio de tiempo hay en los más diversos medios (prensa, revistas, libros, himnos, canciones, textos destinados a la educación, etc.) una frenética exaltación del ejército francés, en el cual se confía plenamente, poniendo en él toda la esperanza nacional para la ansiada revancha. Se da formación militar a los niños y se les habitúa a llevar uniformes; se pronuncian por doquier encendidos discursos belicosos llenos de exaltación patriótica y de odio hacia los alemanes; los juegos de mesa versan sobre temas bélicos y se entonan a todas horas músicas marciales para despertar en el pueblo el instinto guerrero.

Paul Déroulède, uno de los heraldos del nacionalismo francés, proclama en tono encendido y airado: “La revancha es la ley de los vencidos; nosotros lo somos. Y la pido a Dios, terrible y sin apelación (sans recours); próxima y sin clemencia la pido a los hombres”. El escritor Maurice Barrès, otro de los grandes exponentes del nacionalismo galo, padre de familia, afirma que “la razón de vivir” de su hijo no es otra que “la Revanche (así, con mayúscula). Charles Péguy, el pensador y poeta que caerá en las trincheras durante los primeros combates, el cantor de Santa Juana de Arco, escribía en 1905 que la guerra que se anuncia en el horizonte será no sólo inmediata, sino “inevitable” y “deseable” (souhaitable).

En un cartel de propaganda impreso a todo color, prácticamente sin texto, para festejar la declaración de guerra a Alemania, vemos en la parte superior a un soldado alemán que agarra la mano de una muchacha con traje típico alsaciano y al lado, a su derecha, escrito en gran tamaño “1870”. Se trata claramente de la representación gráfica de un rapto: la mujer, que representa la Alsacia ocupada, está siendo raptada para ser violada y germanizada. En la parte inferior de dicho cartel, como contraste, podemos ver a un soldado francés que abraza tiernamente a la misma joven, ya liberada, y en el lado izquierdo, también en grandes caracteres: “1914. Enfin!”.

Las únicas letras que pueden leerse en el pasquín en cuestión, junto a la fatídica fecha 1914, son las formadas por ese grito de alivio y gozo: Enfin, “Por fin”. Palabra cerrada por un signo de admiración que aquí expresa entusiasmo, euforia, enardecimiento, alegría cumplida tras una larga espera. El mensaje no podría estar más claro: por fin ha estallado la ansiada guerra para vengar la afrenta infligida antaño a nuestra nación por Alemania. Es un grito al mismo tiempo de alborozo y de combate.

En el plano de la política internacional, movida por su visceral anhelo de guerra, en 1894 Francia había firmado una alianza con Rusia para aislar y rodear a Alemania, mientras por otro lado, con el mismo objetivo, establecía en 1904 con Inglaterra la Entente Cordial, dejando atrás la vieja enemistad entre las dos naciones, la inglesa y la francesa, ahora más preocupadas por el auge del nuevo enemigo que surgía y se hacía cada vez más poderoso en el centro de Europa. Hay que recordar que, al mismo tiempo, Inglaterra concluía con Rusia en 1907 un pacto de mutua defensa, poniendo fin al conflicto que enfrentaba a ambas naciones en Asia (Afganistán, Irán, Turquía, etc.), con esa misma idea de estrechar el cerco sobre los dos Imperios centrales, Alemania y Austria.

Nacionalismo alemán. Alemania, que ha conseguido recientemente su unidad nacional, tras derrotar a la Francia de Napoleón III en la Guerra Franco-prusiana, desea demostrar su poderío y tener un protagonismo semejante al de otras naciones. Se siente, sin embargo, gravemente obstaculizada e impedida en su expansión mundial. Al haber logrado su unidad nacional en las postrimerías del siglo XIX, con la fundación del Segundo Reich por Bismarck, ha llegado tarde, por ejemplo, al reparto colonial de África y ha tenido que contentarse con tres o cuatro colonias en lugares muy distantes del continente africano y alguna que otra migaja en el Extremo Oriente.

La nación alemana se siente asimismo amenazada por la hostilidad de las naciones con las que tiene fronteras: Rusia por el Este y Francia por el Oeste. A lo que se añade la creciente amenaza larvada de Inglaterra. De ahí que se despierte en ella una fiebre militarista y se entregue a una carrera para mejorar su armamento y su arsenal bélico, incluido el desarrollo de su flota, con lo cual acabará poniendo en peligro el dominio de los mares que hasta entonces había detentado orgullosamente Gran Bretaña. Era inevitable que este potente crecimiento de la flota de guerra alemana despertara la hostil suspicacia de Inglaterra.

Hay que tener en cuenta, no obstante, que Alemania no tenía aspiraciones ni reclamaciones territoriales en el continente europeo. Sus aspiraciones de unir en una nación a las gentes y tierras alemanas se hallaban plenamente satisfechas. A diferencia de lo que ocurría con otras naciones europeas, como Francia, Italia y Serbia, el Imperio alemán no aspiraba a conquistar o incorporarse otros territorios de nacionalidad, raza o lengua alemana para reintegrarlos a la patria común. No había ya tales territorios, una vez recuperadas en 1871 las regiones de Alsacia y Lorena. No había, pues, afanes irredentistas ni pangermanistas en la nación alemana.

Se podría pensar únicamente en Austria, cuya población alemana constituía el núcleo dirigente el Imperio plurinacional de los Habsburgo. Pero no parece que ni el Káiser ni los dirigentes de su entorno pensaran nunca en la incorporación de tan importante entidad étnica germánica al recientemente nacido Segundo Reich, teniendo en cuenta que el Imperio Austrohúngaro era un fiel aliado de Alemania. El movimiento nacionalista alemán fundado en Austria en 1882 por Georg Ritter von Schönerer, el Deutschnationaler Verein (Unión Nacional-Alemana), que preconizaba la secesión de la parte alemana, las regiones de etnia y lengua alemanas, para separarse del resto del Imperio habsbúrgico y unirse a Alemania, no despertará el menor interés en Guillermo II y las élites del Reich alemán, aun cuando pudieran sentir cierta simpatía por dicho movimiento. Es posible que el Káiser ni siquiera llegara a conocer la existencia de tal movimiento.

Menos aún, cosa que no tendría ningún sentido, podía el núcleo dirigente del Reich alemán, la Alemania por primera vez políticamente unificada, pensar en incorporar a su nación a los numerosos grupos o comunidades de etnia alemana dispersos por toda la Europa del Este, muy estimados allí donde se habían asentado, tal vez desde hacía siglos, por su laboriosidad, su honradez y su disciplina: en los Balcanes, en Hungría, en Ucrania, en Rumanía (los sajones de Transilvania y otras regiones de la antigua Dacia), en las zonas del Báltico y en Rusia (los alemanes del Volga y del Mar Negro), llegando hasta las más apartadas regiones de Siberia.

El tan cacareado “pangermanismo” que supuestamente animaba a la Alemania del Káiser, esgrimido por la propaganda como uno de los factores desencadenantes de la guerra, era algo inexistente, un absurdo, un espantapájaros carente por completo de sentido, al igual que el archimanipulado “militarismo” prusiano, de carácter agresivo y bárbaro. Alemania era ciertamente una nación militarista, pero no más militarista que Inglaterra y Francia, países en los que se rendía al ejército un culto aparatoso, considerando a sus fuerzas armadas las garantes y protectoras de las esencias patrias. Ello resulta especialmente llamativo en Francia, donde hasta la infancia se hallaba anímicamente militarizada, recibiendo los niños instrucción militar e inculcándoseles desde la más tierna edad un espíritu militar y combativo, unido al odio a Alemania, para preparar así la futura revancha nacional.

A diferencia también de Gran Bretaña, el Reich alemán no buscaba debilitar, arruinar, hundir ni destruir a ninguna otra nación europea que pudiera representar una peligrosa competencia en el terreno político, económico o militar. Lo único a lo que sí aspiraba Alemania, como ya hemos indicado, era a aumentar su imperio colonial, un campo de acción al que llegó con demasiado retraso, cuando los demás países europeos se habían repartido la mayor parte de los territorios de Asia, África y Oceanía. En Alemania, por otra parte, no se sentía ningún rencor ni aversión hacia Gran Bretaña o hacia Francia.

Es cierto que, como nación recién nacida, pero al mismo tiempo potente y pujante, Alemania estaba ansiosa por demostrar su fuerza, su poderío y su potencia militar. Quería entrar con paso firme en la Historia. Se trata, por otra parte e indudablemente, de un pueblo con vocación militar, guerrera, como heredera directa de Prusia, aunque su ímpetu bélico se hallaba atemperado por la voluntad pacífica y pacificadora del Káiser Guillermo II, hombre idealista que sabe que su país tiene mucho más que ganar con la paz –aunque la propaganda lo haya presentado como un acérrimo y peligroso belicista– y que además es consciente del parentesco que le une con otros tronos europeos, como el inglés y el ruso.

No cabe duda, sin embargo, de que amplios círculos militares alemanes anhelaban el conflicto bélico que se avecinaba, el cual les permitiría demostrar su potencial. Pero tales círculos se hallaban contenidos y frenados por la más ecuánime y contemporizadora visión del Káiser. Da idea, con todo, de hasta qué punto se había apoderado el delirio nacionalista de la población alemana las masas que, llenas de júbilo, atestaban las calles y plazas de las principales ciudades de Alemania, al igual que ocurría en Austria-Hungría, nada más conocerse la noticia del inicio de la guerra. La misma escena que se repitió en las demás naciones que se lanzaron al conflicto (en Inglaterra, con algo más de retraso, tras la intensa campaña propagandística que cambió la primera actitud, pacifista y contraria a la guerra, del pueblo inglés).

La Alemania del Káiser cometió, ciertamente, numerosos errores por su falta no sólo de visión geopolítica, sino también de tacto y de prudencia. Así, por ejemplo, se apartó de la política marcada por Bismarck, que consideraba necesario hacer algunas concesiones a Francia que la compensaran de la derrota en la Guerra Franco-prusiana y la pérdida de Alsacia y Lorena, dejándole por ello a la nación francesa manos libres en el Norte de África y comprometiéndose por parte alemana a no intervenir en dicha zona geográfica. En 1911 la flota y el ejército alemanes se hicieron, sin embargo, presentes en las costas de Marruecos, lo que estuvo a punto de hacer saltar la chispa del conflicto bélico temido por todos y deseado por más de uno.

Quizá el mayor error de la Alemania del Káiser, un error imputable, al igual que otros muchos, a la falta de visión y el afán de protagonismo personal de Guillermo II, fue el haber abandonado su antigua amistad con Rusia –gracias a cuyo apoyo pudo conseguir precisamente Alemania la victoria sobre Francia en 1870 y el logro de su unidad nacional–, para sustituirla por una nueva y más que discutible alianza con Turquía, una potencia extraeuropea y antieuropea, ya en plena decadencia, que le aportaría muy pocos beneficios y le crearía muchos problemas.

Austria-Hungría: Caso muy diferente, aunque similar en algunos aspectos, es el del Imperio Austrohúngaro, que se siente igualmente amenazado, sobre todo por las tensiones nacionalistas que se producen en su seno, al estar formado por muy diversas nacionalidades enfrentadas entre sí, muchas de las cuales aspiran a la independencia o la secesión para unirse a alguna nación vecina con la que se sienten hermanadas por lazos de sangre y de cultura.

El organismo imperial de los Habsburgo, que se presenta como una gran potencia de la época, tiene un poder más aparente que real, pues se halla extremadamente débil y ha entrado desde hace tiempo en una irremediable fase de decadencia, teniendo sus días contados. Las tensiones nacionalistas, lejos de atenuarse, van creciendo con el paso de los años.

La mayoría de esas nacionalidades rebeldes, que rechazan la idea imperial y quieren separarse de su estructura que consideran opresora –checos, eslovacos, rumanos, italianos, bosnios, rutenos–, en la mayoría de los casos encuentran fuertes apoyos en los países limítrofes o en los enemigos de Austria-Hungría, los cuales les incitan a la insubordinación e incluso a la rebelión violenta. Al estallar el conflicto, tras el asesinato del príncipe heredero del Imperio, Austria-Hungría ve en la guerra la posibilidad de superar las tensiones y los conflictos que desgarran su ya envejecido organismo, aglutinando a los pueblos del Imperio en un movimiento de reacción frente al ataque exterior, dándoles un sentimiento de unidad y haciéndoles participar en una empresa bélica capaz de movilizar las energías y las sinergias de ese complejo conglomerado multinacional. Una esperanza ilusoria y bienintencionada que se verá por completo fallida.

Nacionalismo italiano. Italia, por su parte, que en principio estaba aliada desde 1890 a los dos Imperios centrales, Alemania y Austria, formando parte de la Triple Entente, cambiará de orientación en la nueva atmósfera política que empieza a crearse a principios del siglo XX.

Deseosa de arrebatar a Austria-Hungría regiones que considera propias, por estar habitadas por población italiana o por considerar que pertenecen a su ámbito geográfico, como Trieste, Gorizia y el Tirol del Sur –aunque esta última cuente con una mayoritaria población alemana–, acabará traicionando a sus aliados y poniéndose al lado de ingleses y franceses.

Con otros muchos países, como Rumanía o Portugal, pasará otro tanto, aunque sin haber formado parte de tales alianzas con anterioridad. Todos se mueven, entran en la guerra o cambian de alianzas, en función de sus ambiciones de expansión nacionalista. Portugal, por ejemplo, que estuvo siempre muy vinculada a Inglaterra, entrará en la guerra pensando apropiarse de algunas regiones de las colonias alemanas en África.

Nacionalismo ruso. En la Rusia zarista la fiebre nacionalista crece con fuerza, mirando sobre todo con desconfianza y hostilidad a las naciones de la Europa occidental, cuyo poderío crece a pasos agigantados, mientras Rusia va retrocediendo sin cesar, como ya se vio en su derrota en la Guerra Ruso-japonesa a principios del siglo XX, a lo que se añaden tremendos problemas internos de descontento social y de tramas revolucionarias. Los dirigentes rusos temen en especial el auge imparable de Alemania, sobre todo después de su alianza con Turquía, enemigo secular de Rusia.

No hay que olvidar, por otra parte, que Rusia se erige en protectora de las minorías eslavas y cristiano-ortodoxas de la Europa oriental, especialmente en la región balcánica, la mayoría de las cuales habían estado sometidas al poder otomano, el gran enemigo del Imperio de los zares.

La política rusa está muy influida en los comienzos del siglo XX por dos corrientes de acentuada inspiración nacionalista, coincidentes ambas en numerosos puntos, aunque con enfoques y planteamientos muy diferente en otros, corrientes en las cuales intervienen destacados intelectuales, escritores, poetas y filósofos, curiosamente muchos de ellos de formación alemana: la de los eslavófilos y la de los paneslavistas.

Más de uno de tales intelectuales, sinceros admiradores de Alemania (es el caso, por ejemplo, de Dostoievski), se sentirá decepcionado y traicionado por la ingratitud de los alemanes, al no haber apoyado a Rusia en alguno de los conflictos que tuvo con otras potencias, después del apoyo que recibieron de Rusia en los momentos históricos muy delicados y trascendentales que tuvo que afrontar Alemania en la segunda mitad del siglo XIX.

La Rusia de los zares, siguiendo el mensaje de tales círculos intelectuales y políticos, se convierte en la abanderada del paneslavismo, que venía siendo desde tiempo atrás azuzado desde Moscú, convencida la nación rusa de estar llamada a ser la Tercera Roma, la heredera de la antigua y poderosa Constantinopla (el Imperio bizantino), la gran potencia del Este de Europa, la protectora, liberadora y unificadora de todas las naciones eslavas, de religión predominantemente ortodoxa, sobre todo en los Balcanes, donde a finales del siglo XIX habían empezado a surgir y afirmarse las nuevas naciones eslavas o cristianas ortodoxas (Serbia, Bulgaria, Grecia, Rumanía, Montenegro) que habían conseguido sacudirse el yugo turco. Los nacionalistas rusos, que odian al Occidente europeo, ven amenazado su proyecto paneslavo y balcánico-ortodoxo por los Imperios centrales, y especialmente por Austria-Hungría, que tiene sometidas a diversas poblaciones eslavas y de religión cristiana oriental.

Rusia se enfrentaba a principios del siglo XX a muy serios y graves problemas de todo tipo: la creciente expansión de los movimientos revolucionarios, la miseria y abandono del pueblo, una pésima organización política y militar que se arrastraba desde tiempo atrás, etc. A todo ello se añadía ahora la decadencia y apagamiento de la autoridad del Zar, al ocupar el trono Nicolás II, un monarca tímido y débil de carácter, que no tiene el menor contacto con su pueblo y que rehúye las tareas de gobierno, recluyéndose en una residencia campesina, y que, por si todo eso fuera poco, cayó bajo la influencia de un peligroso embaucador como Rásputin, por el que sentía auténtica veneración la Emperatriz, a cuya voluntad el Zar estaba totalmente sometido.

En esta situación tan problemática, de tonalidad fuertemente pesimista, existía la esperanza de que la guerra, con la explosión de fe nacionalista que estalló con su declaración frente a Alemania y Austria, ayudaría a superar todos estos problemas. No es extraño que el Príncipe Yúsupov diera cuenta del entusiasmo que reinaba en el país al declararse la guerra, entusiasmo que iría después disminuyendo hasta desaparecer por completo.

El Príncipe Yúsupov resumía muy bien estos ideales del nacionalismo ruso cuando describía así el horizonte que se presentaba a Rusia con la perspectiva bélica y que llegó a entusiasmar al mismo Zar Nicolás II: la victoria en la guerra prometía una gloriosa expansión del Imperio, “Constantinopla quedaría bajo su dominio y todas las razas eslavas se unirían en una alianza bajo la poderosa protección de Rusia”. Por fin se haría realidad el viejo sueño del pueblo ruso de ver devuelta a la Cristiandad ortodoxa la Catedral de Santa Sofía y “se alzaría de nuevo la Cruz sobre la cúpula que durante siglos tuvo que soportar la Media Luna que fue implantada allí por la fuerza”.

Nacionalismo serbio. El factor detonante de la guerra va a ser justamente el nacionalismo eslavo, y más concretamente serbio. Serbia, la pequeña nación balcánica que luchó heroicamente contra los turcos durante siglos y que en los primeros años del siglo XX ve afianzada su independencia, está animada por un nacionalismo fanático y agresivo que aspira a la creación de la Gran Serbia (lo que más tarde será Yugoslavia, la nación de los eslavos del Sur, y que en un principio se llamará Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos).

Las organizaciones nacionalistas serbias, proclives a recurrir a técnicas terroristas, incluyendo el magnicidio y el asesinato de los dirigentes que considere hostiles a su causa, tienen como blanco de sus odios lógicamente el Imperio Austrohúngaro, que desean socavar y destruir a toda costa para liberar a las poblaciones eslavas integradas en su estructura plurinacional (croatas, bosnios, eslovenos y una minoría serbia).

Serbia sirvió de espoleta para provocar de forma violenta e irreparable a los odiados Imperios centrales y llevarles a la guerra, ocasionando su ruina definitiva. Fue el señuelo oportuno, que permitiría acabar con el poderío de esas dos potencias, tan despreciadas y odiadas como temidas por las fuerzas coaligadas del nacionalismo y el internacionalismo, Las potencias hostiles a los Imperios centrales no podían encontrar mejor señuelo para empujar a Alemania y Austria a lanzarse al campo de batalla, apareciendo así como las salvadoras justicieras que acuden en auxilio de una pequeña nación desvalida e indefensa.

Este de acudir en socorro de una pequeña nación supuestamente inocente que corre el peligro de verse engullida por una gran potencia enemiga, canallesca y agresiva, después de haber sido animada tal nación a buscar las cosquillas a esa gran potencia supuestamente amenazadora y violenta, ha sido el pretexto esgrimido por la propaganda de aquellas naciones imperialistas o belicistas que desean eliminar a un posible rival que resulta molesto o peligroso para su política, dando así un aura de nobleza, moralidad y rectitud a sus sucias maquinaciones y sus tenebrosas ambiciones. Luego, por supuesto, se olvidará o se tapará y ocultará por completo esa labor de incitar, provocar y enfurecer a la potencia convenientemente demonizada.

Como es sabido, la mano que haría estallar la chispa detonadora del conflicto sería la del nacionalismo serbio, inquieto y conspirador desde tiempo atrás. Es ya archisabido que la guerra se desencadena al asesinar Gavrilo Princip, un fanático nacionalista serbio, en connivencia con el Gobierno de Serbia y sus servicios secretos, al Archiduque Francisco Fernando, heredero del Imperio Austrohúngaro, en Sarajevo el 28 de Junio de 1914.

El nacionalismo ruso cometió la torpeza de apoyar y estimular toda esta efervescencia nacionalista en los Balcanes, zona geográfica en la cual deseaba aumentar su influencia para, entre otras cosas, poder enfrentarse con éxito al secular enemigo turco. La Rusia zarista no debió haber sido tan comprensiva, permisiva y condescendiente con la política demencial, chovinista, provocadora y beligerante de los serbios; política extremista que para nada servía a los verdaderos intereses de Rusia. Grave error, pues la desastrosa intervención rusa en la guerra, asestará un golpe mortal al ya debilitado Imperio de los zares y dará lugar a la revolución bolchevique.

En este punto, no puede dejar de constatarse el papel protagonista que desempeñaron los nacionalismos eslavos en el estallido de las dos guerras mundiales. En la Primera, fue el nacionalismo serbio, alentado y protegido no sólo por Rusia, sino también por Francia e Inglaterra. En la Segunda, será el nacionalismo polaco, convirtiéndose Polonia en la espoleta hábilmente manejada para provocar a Alemania, tras haber fallado la ficha o pieza de Checoslovaquia (o sea, el nacionalismo checo, furibundamente antialemán), que estuvo a punto de desencadenar el nuevo conflicto, bache originado al quedar el país roto y desintegrado a causa de la violenta tiranía checa, que tenía sojuzgadas al resto de las minorías nacionales (eslovacos, alemanes, húngaros, polacos y rutenos), la mayoría de ellas incorporadas a la fuerza al Estado checo.

En los años 30 los chovinistas polacos, al contar con el apoyo de Francia e Inglaterra, creían poder derrotar rápidamente a una Alemania todavía debilitada por la derrota que sufrió en la Gran Guerra y la ruina económica posterior, viendo así abierto el horizonte para apoderarse de una parte considerable de su territorio (que se añadiría al ya arrebatado en 1919). Dejando atrás, como algo nocivo y superado, el buen entendimiento entre la Alemania de Hitler y la Polonia de Pilsudsky, el gran héroe forjador de la Polonia independiente, el ardor belicista de los nuevos dirigentes polacos, “el partido de la guerra”, que se hicieron con el poder tras la retirada y la muerte de Pilsudsky, chocará en 1939 con el nacionalismo alemán, cada vez más fuerte y ocupado en la construcción y afianzamiento del Tercer Reich, provocando la Segunda Guerra Mundial. La insensata política nacionalista y antialemana de la Polonia dirigida por el “partido de la guerra”, empeñado en provocar por todos los medios a la Alemania nacionalsocialista y estimulado sobre todo por los círculos belicistas de Inglaterra, que no desean ver una Alemania todavía más engrandecida y poderosa que antes, acabaría conduciendo al estallido de la nueva hecatombe europea y mundial.

Nacionalismo yanqui. Para ofrecer una visión completa del panorama bélico que estamos estudiando, no podía dejar de destacarse el papel de otro nacionalismo importante que tendrá una intervención tardía pero decisiva en la Gran Guerra: el nacionalismo USA, el nacionalismo norteamericano.

Aquí entran en juego una serie de elementos sicológicos e ideológicos que intervienen en la formación de la mentalidad norteamericana. Ante todo, hay que tener en cuenta que los Estados Unidos están convencidos de ser una nación privilegiada, que tiene reservado un destino muy especial en la Historia (el llamado “destino manifiesto”) y a la que corresponde una misión redentora y liberadora, como nunca antes la tuviera o desempeñara nación alguna. Esta convicción se halla fuertemente asentada en determinados sectores de la sociedad yanqui, los cuales, con una visión clara y extremadamente chovinista, consideran poco menos que la Historia ha comenzado con la independencia de los Estados Unidos, sosteniendo que antes de la Revolución norteamericana en el siglo XVIII, con su sacrosanta Constitución, sus instituciones políticas y los sublimes principios proclamados por “los padres fundadores”, en el mundo no había más que tiranía, opresión y oscurantismo.

En esta línea, aunque no de una manera tan exaltada y fanática, van las ideas del Presidente Wilson, quien ve en los Estados Unidos la pura encarnación del idealismo, del bien y de la bondad. Para Woodrow Wilson, los Estados Unidos son los abanderados en la defensa del Derecho, la Libertad y la Justicia en todo el orbe. ¿Qué sería del mundo sin los Estados Unidos? El presidente que llevó a los Estados Unidos a la guerra afirmará de forma tajante y sin el menor titubeo: “América es la única nación idealista del mundo” (America is the only idealistic nation in the world). Obsérvese bien: no la más idealista, o una de las más puramente idealistas, sino la única poseedora de tan excelsa cualidad (the only). A lo que se añade esa abusiva identificación de América con los Estados Unidos, ya habitual en la política yanqui.

He aquí una típica afirmación de un convencido nacionalista, una aseveración teñida de infundado y absurdo prejuicio patriotero. No podría darse una proclama más irritantemente particularista y egocéntrica. Semejante dislate demuestra un total desconocimiento de la realidad. El ingenuo e idealista presidente americano seguramente ignoraba que muchos alemanes, incluso eximios pensadores –es decir, el despreciado y odiado enemigo–, pensaban de forma muy parecida, si no idéntica, con respecto a su propio país: estaban convencidos de ser una nación altamente idealista, generosa y de excelsa nobleza. No en vano fue en la gran nación centroeuropea donde nació el Idealismo alemán, corriente intelectual, filosófica y poética de tremendo impacto en todo Occidente, incluidos los Estados Unidos.

Esta era, ni más ni menos, la firme creencia de los núcleos intelectuales y políticos que convencieron al Presidente Wilson de la necesidad de ir a la guerra. Con la declaración de guerra contra los tiránicos Imperios centrales de Europa, los Estados Unidos –“América” según su terminología oficial– cumplían la misión liberadora que el Destino había señalado al nuevo Imperio democrático-republicano y oceánico. Para tales élites dirigentes, los Estados Unidos encarnan el bien, mientras que sus enemigos son la viva representación del mal, que hay que derrotar y extirpar de manera radical y por completo. La guerra contra ellos está plenamente justificada. Y esta será la idea que difundirá e impondrá la propaganda.

Este nacionalismo yanqui, tan supuestamente liberador, desemboca, como no podía menos de ser, en un imperialismo que se va afirmando durante el siglo XIX. En fases sucesivas, que se van cumpliendo de forma implacable, vemos cómo Estados Unidos va ampliando su territorio y conquistando otras tierras incluso lejanas, tratando así de afianzar su poderío y construir su propio imperio colonial, al estilo de las potencias europeas: arrebatar a México amplias zonas de su territorio; declarar la guerra a España en 1898 para apoderarse finalmente de Cuba, Puerto Rico, Filipinas y otros pequeños territorios en el Pacífico (Guam, las Marquesas, etc.) que constituían los restos del antiguo Imperio español; crear una nueva nación en Centroamérica, Panamá, desgajando su territorio de Colombia y apoderándose de él, para controlar el Canal de Panamá por su gran valor económico y estratégico; apoderarse de Hawái, destronando a su reina, sometiendo a los aborígenes y estableciendo allí a sus colonos. Y esto, para no hablar de las guerras contra los indios americanos, los Pieles Rojas de las praderas, cruelmente masacrados, encerrados en míseras reservas y en muchos casos exterminados para apoderarse de sus tierras.

En muchos de estos casos, esa expansión y esas conquistas se hicieron enarbolando la noble motivación de luchar por el avance de la civilización, por el bien, la prosperidad, la felicidad y la libertad de los pueblos que habitaban las regiones conquistadas. Así ocurrió en el caso de la guerra con España, la cual se declaró y se llevó a cabo con el pretexto de liberar del cruel yugo español a las sufridas poblaciones sometidas, tanto cubana como puertorriqueña y filipina. Aunque luego, sobre todo esta última, la nación filipina, sufriría una brutal represión, que bien puede calificarse de criminal y genocida, para intentar borrar cualquier rastro de la herencia española.

Los Estados Unidos fueron así, poco a poco, construyendo un imperio colonial de considerables dimensiones, haciendo también todo lo posible por debilitar, corromper y dividir a las naciones de tronco hispánico, tanto de Centroamérica como de Sudamérica, para así tenerlas, si no totalmente sojuzgadas, al menos controladas y ligeramente colonizadas. Siempre siguiendo el programa marcado por el Presidente Monroe en 1823: “América para los americanos” (America for the Americans). ¿Se sobreentiende que tales “americanos” son los norteamericanos o yanquis, o sea, los habitantes y ciudadanos de los Estados Unidos?

No hay que perder nunca de vista que en las primeras décadas del siglo XX los Estados Unidos, esa nación que enarbolaba la bandera del idealismo liberador y del humanismo compasivo y redentor, era un país bárbaro, que acababa de salir hacía unos años de las guerras de exterminio contra los pieles rojas, y en el cual todavía en esos años, y siguió pasando muchos años después de la guerra, se celebraban con frecuencia fiestas locales con macabras exposiciones de odio racista, en las cuales eran exhibidas entre el jolgorio general fotos de linchamientos de negros, algunos de ellos quemados vivos y otros ahorcados.

Nacionalismos judío y árabe. Dos últimos nacionalismos que hay que mencionar, y que suelen olvidarse, son el nacionalismo hebreo o, para decirlo más exactamente, el nacionalismo sionista, y el nacionalismo árabe. Ambos jugarán un papel secundario y tardío, pero de cierta relevancia en el desarrollo de los acontecimientos, con sus repercusiones futuras en el período postbélico.

La población judía de las naciones implicadas en la guerra adopta en general una actitud de apoyo a la nación en la que vive y de la cual los judíos son ciudadanos de pleno de derecho (con la excepción quizá de Rusia). La minoría judía se adhiere, incluso con entusiasmo, a la causa nacional, apoyando el esfuerzo bélico de su patria. Es lo que ocurre, por ejemplo, en Alemania, la nación quizá con mayor presencia cualitativa del elemento hebraico, el cual tiene un gran protagonismo en su vida política, económica, social y cultural. Aunque hay también algunos sectores del pueblo judío que se orientan hacia el espectro revolucionario y antinacional, militando en los partidos socialistas o comunistas.

Pero, al margen de estos núcleos hebreos integrados en las naciones que los han acogido y con cuya causa se identifican, hay en aquellos años del estallido de la guerra una parte de la población judía que se orienta hacia otros cauces: ha abrazado la causa nacionalista de su propio pueblo y sueña con crear su propio Estado nacional judío. Son los integrantes del movimiento sionista, creado a finales del siglo XIX por Theodor Herzl, que va adquiriendo fuerza en las diversas naciones del Viejo Continente, especialmente en Centroeuropa, y que ve en la guerra la oportunidad de conseguir el soñado Estado judío y recuperar la patria perdida siglos atrás.

El Sionismo es un nacionalismo un tanto peculiar, pues es el heraldo y abanderado de la aspiración nacionalista de un pueblo, el pueblo judío, que no tenía Estado propio ni tierra o patria en la que asentar su comunidad política. Se trata –o mejor, se trataba, en la época a la que nos estamos refiriendo, principios del siglo XX– de un grupo étnico definido por sólidos y milenarios vínculos de sangre, con sólidas señas de identidad, portador de una larga tradición sagrada que es la que le ha dado forma como tal raza o grupo étnico, pero que perdió su patria al ser expulsado de ella y verse condenado a la Diáspora tras el conflicto violento con el Imperio romano. Es un pueblo o tronco racial-religioso sin Estado-nación, pero que quiere construirlo, y que está decidido a hacer realidad ese anhelado ideal. La Gran Guerra, que hará cambiar tantas cosas, se presenta como el momento histórico y la gran oportunidad para conseguir realizar dicho anhelo, al estar en juego la suerte de la Tierra Santa, en poder del Imperio turco, y al ser posible contar con el apoyo de algunas de las naciones beligerantes que ven con simpatía el proyecto sionista, entre ellas Alemania, con el Káiser a la cabeza, apoyando personalmente los planes de Herzl.

El Sionismo juega un papel de segundo nivel en la Guerra Mundial, pero que no puede ignorarse, como tampoco puede ignorarse el papel de la minoría judía no sionista en algunas decisiones que tomen las potencias beligerantes. No hay que olvidar la intervención de la “Legión judía”, que lucha en Oriente Próximo con la intención de preparar el camino para recuperar las tierras de los antepasados y crear lo que será el futuro Estado de Israel, buscando sobre todo la conquista de Jerusalén.

Especial importancia reviste, en este contexto, la famosa Balfour Declaration (2 de Noviembre de 1917), por la cual Gran Bretaña se comprometía a hacer todos los esfuerzos necesarios para facilitar y hacer posible el establecimiento de “un hogar nacional para el pueblo judío” (a national home for the Jewish people) en Palestina una vez terminada la guerra y habiendo quedado vencido el enemigo turco.

Convencidos los dirigentes ingleses de que sería sumamente difícil derrotar a Alemania con sus propias fuerzas (y la de sus aliados europeos), concluyeron que para lograr la victoria era indispensable la intervención en el conflicto de una gran potencia amiga pero todavía neutral, como los Estados Unidos. A tal efecto, el Gobierno británico se puso en contacto con los líderes sionistas y las organizaciones judías de Norteamérica para que, dado el considerable poder y la enorme influencia de los judíos en la política, la economía y la vida social norteamericana, presionaran a los políticos y a la opinión pública del gran país amigo en el sentido deseado y lograran así finalmente la intervención americana en la guerra. Como prueba de su compromiso si tal acción se llevaba a cabo, el político británico Arthur James Balfour firmó en nombre de la Gran Bretaña la declaración que lleva su nombre.

Por lo que se refiere al nacionalismo árabe, que empieza a despertarse en los primeros años del siglo XX, pretendiendo liberarse del sometimiento al Imperio turco, jugará un papel decisivo en la lucha contra Turquía en todo el Próximo Oriente, siendo apoyado por Inglaterra, que utilizará hábilmente las dotes de liderazgo del célebre Lawrence de Arabia para organizar con la mayor efectividad las huestes de las diversas tribus árabes. Aunque una vez lograda la victoria, los árabes se sentirán traicionados por las potencias vencedoras, que no les permiten alcanzar la tan ansiada independencia y los integran en sus imperios coloniales. Y además parecen proclives a entregar Palestina a los judíos.

En Asia habría que mencionar, por último, la irrupción del nacionalismo japonés, que despertó con fuertes inclinaciones expansionistas a finales del siglo XIX tras la Revolución Meiji y que jugará un papel relevante en los combates del Extremo Oriente. Aunque los dirigentes del Japón quedarán después muy descontentos, al concluir la contienda y establecerse las condiciones de la paz, con el consiguiente reparto de territorios y zonas de influencia. Lo cual motivará cambios decisivos en las alianzas futuras del Imperio del Sol Naciente, al igual que ocurrirá con Italia.

[NOTA: En la próxima y última entrega trataremos de descifrar, desde una perspectiva metahistórica y metapolítica, el impulso oscuro y secreto que está en el fondo de la gran tragedia que fue la Guerra Mundial y que siguió presente en sus consecuencias llegando hasta la actualidad.]

FUENTE:

http://www.antoniomedrano.net

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